Una imagen que vaga en mi memoria me suele visitar, sin que la invite, de manera frecuente, no deben ser más de la cuatro de la tarde, es otoño o primavera, al caso da igual, estoy solo en la cocina de una oscura casa de cemento de un barrio de Pueblo Nuevo en Temuco, sentado en un rústico banco tipo sillón construido por el abuelo de mi hijo, un maquinista ferroviario jubilado que él solía llamar “El Banco Chile” -la influencia de la Teletón la segunda mitad de los 80 era patente- y que yo denominaba “El Trono” porque era su asiento preferido, cuando con su hija pretendimos iniciar una vida juntos nos lo regaló. Sobre la mesa, también fabricada por el modesto ebanista con humildes maderas de pino, hay unas cuantas hojas de oficio de papel roneo, en las que con un birome azul intento en vano escribir, cojo una damajuana que está a mis pies y vierto a un vaso, no sé si pipeño de aguas turbulentas que compraba en un clandestino de Santa Rosa o aguardiente chillaneja que me fiaba la
Crónicas, columnas, semblanzas y otras escrituras ideológicamente falsas