El
domingo me llamó don Juan desde Puerto Cisnes, al igual que yo se quedó
toda la tarde pegado sin poder gozar del partido, pero disfrutando de los
comentarios de los periodistas deportivos argentinos quienes se peleaban por
ejercer el rol de agudos comentaristas, elucubrando sesudos análisis sobre cómo
se les dañó el alma nacional con la ilusión frustrada de ver la gran final.
Concordamos en que más que dialogar para llegar a puntos de encuentros, a los argentinos les
gusta escucharse a sí mismos y, si de futbol se trata, más aún, el monólogo
argumentativo es total; como se saben buenos
narradores sacan a relucir toda una batería holística de argumentos
sociológicos, psicológicos, económicos, políticos, legales, antropológicos y,
por cierto, deportivos, que pueden resultar hasta jactanciosos ya que no buscan
dejar callado a su rival sino más bien deslumbrar.
Pero
en lo que no estuvimos de acuerdo fue en que según mi amigo de Cisnes, esa
capacidad discursiva de los argentinos se debe a la influencia
latina (italiana) presente en el Río de La Plata, a diferencia de que en
Chile la influencia mapuche nos hace ser más callados.
Según mi apreciación en el caso chileno debería ser todo lo contrario, porque si algo caracteriza a los mapuches es su capacidad de conversar, y pegándome un carril seudo lingüístico, cosa nada rara en mí, le manifesté que por ser el mapudungun una lengua ágrafa la fuerza ilocutiva y el acto perlocutivo del mensaje radicaba en su oralidad, sin siquiera mencionar que cuando en el Nguillatun, la machi entra en trance habla en un lenguaje incomprensible que lo traduce un dungu machife para toda la comunidad.
Le argumenté que allá por el año 1994 escuché en Temuco al historiador Leonardo León- el mismo que hace unos meses fue condenado por violación de su hija pero eso es harina de otro costal y no voy a dudar por ello de su capacidad historiográfica-decir que el pueblo mapuche, a diferencia de lo que se cree, no era un pueblo guerrero, sino un pueblo político, por aquello de parlamentar, la corona española, decía León, con el único pueblo que estableció este tipo de relación fue con el mapuche, e incluso, dichos parlamentos y tratados habrían sido tomado tiempo después como antecedentes para los tratados realizados con indígenas de norteamérica, pero de esto último no sé si fiar.
Pero
no le dije que el año 97, una tarde que hacia encuestas en la carretera
de Nueva imperial a Carahue, pasó una camioneta verde en la
que iba Aucan Huilcamán, quien me hizo seña de que lo llamara, conocía a Aucan
de los años 80 porque una vez fue a mi casa de Pueblo Nuevo con “El Chilote”
A
la semana siguiente, también de manera casual, me lo topé en el
paradero de micro de calle Manuel Rodríguez con General Mackenna en Temuco, él
estaba apurado pero me dio la dirección del Consejo de Todas las Tierras para
que lo visitara.
Fui
al día siguiente me saludó alegre y sonriendo como es su costumbre, luego de
preguntarme cómo estaba me dijo que tenían un periódico y si conocía un
periodista que quisiera colaborarles, le pregunté si necesitaba uno que fuera
titulado, porque se daba la casualidad que yo estaba estudiando periodismo, “no
se habla más, entonces, si quieres colaboras con nosotros” me sentí
orgulloso, muy honrado y así desde el año 1997 hasta febrero del dos
mil mis días transcurrían de la Universidad de la Frontera a la sede del
Consejo en General Mackenna y después cuando se cambió a calle Lautaro.
Conocí
algunas comunidades, me invitaron a un Nguillatún en el Lago Budi, pero más que
mate, tomaba té o café con lamngen y peñis, enviaba notas y comunicados a los
medios, sacaba fotos, redactaba notas y una que otra entrevista que publicábamos en el Aukiñ. Recuerdo que cierto día a fines de diciembre fui al Consejo y todos
se habían ido a una comunidad, me propuse llegar solo, confundí el nombre de
la comunidad y me extravié, tomé la micro para el lado de Traiguén y ellos
estaban en una cerca de Ercilla, los comuneros me miraban desconfiados pero me
salvó andar con el periódico donde salía mi nombre.
Cuando
en Chile se realizaba alguna actividad, nos daban las dos de la
madrugada trascribiendo documentos para explicar la situación del
pueblo mapuche a la comunidad internacional. Los peñis hasta me invitaron a Buenos Aires a cubrir un encuentro
indígena mundial.
Nunca
me sentí mapuche, ni quise aparentarlo, aunque por mis venas como la mayoría de
nuestros compatriotas debe correr sangre indígena, no era tampoco un peñiplas
(peñi de plástico) concepto con que solía burlarse de mí, el Juan Miguel, un estudiante de Antropología de la UCT, en aquellos tiempos de fines de los 90
cuando todavía ingenuo, me creía a concho eso de que era posible derribar el
muro invisible y se acabaría el desierto verde pero, como buen
huinca que soy, desperté a tiempo.
Hasta
el día de hoy no puedo explicar que aprendí de Aucan, pero siento que hubo algo
que influyó en mí, lo atribuyo a que como en la adquisición del conocimiento
indígena deben entrar a jugar otros factores, quizás hubo un conocimiento
que adquirí en sueños por convivir tanto tiempo con ellos.
Me
sucedió en dos ocasiones que por motivos de trabajo viajé a Santiago, presentir
que me encontraría con Aucan, lo que de hecho ocurrió y fue a mi llegada al
aeropuerto, nos saludamos y le comenté mi presentimiento, como también que
había aprendido mucho de él pero que no sabía lo que era, no me dijo nada, como
siempre sonrió.
La
segunda vez, si bien no lo encontré físicamente, cuando anotaba mi nombre en el
libro de registro del Hostal, estaba el de él, pero se había ya retirado. La
tercera vez fue en Temuco, pero era lo más lógico, conversamos un poco, me
invitó a que lo acompañara a Icalma, pero no pude ir, estaba de paso y apurado.
Por
estos días aunque quisiera estar allá, no me arrepiento regresar en marzo del
dos mil a Magallanes, porque con esto de la Operación Huracán, Comando Jungla y
la militarización de la Araucanía, nadie está libre de caer preso.
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