Una imagen que vaga en mi memoria me suele visitar, sin que
la invite, de manera frecuente, no deben ser más de la cuatro de la tarde, es
otoño o primavera, al caso da igual, estoy
solo en la cocina de una oscura casa de cemento de un barrio de Pueblo Nuevo en
Temuco, sentado en un rústico banco tipo sillón construido por el abuelo de mi
hijo, un maquinista ferroviario jubilado que él solía llamar “El Banco Chile”
-la influencia de la Teletón la segunda mitad de los 80 era patente- y que yo
denominaba “El Trono” porque era su asiento preferido, cuando con su hija
pretendimos iniciar una vida juntos nos lo regaló.
Sobre la mesa, también fabricada por el modesto ebanista con humildes
maderas de pino, hay unas cuantas hojas de oficio de papel roneo, en las que con
un birome azul intento en vano escribir, cojo una damajuana que está a mis pies
y vierto a un vaso, no sé si pipeño de aguas turbulentas que compraba en un
clandestino de Santa Rosa o aguardiente chillaneja que me fiaba la almacenera
de calle Valparaíso cuya deuda nunca terminé de pagar, enciendo un Life, bebo
un trago, otro y otro más.
La escena, minimalista por cierto, al recordarla no deja de humillarme,
aunque prefiera olvidarla se me presenta igual, algunas veces puedo respirar la
leña húmeda y hasta sentir el licor y tabaco de mala muerte en la boca.
Si bien en ese tiempo no conocía a Bukowski lo mío era fantasear al escritor
bohemio, pero entre el modelo y yo había una diferencia sustancial, apenas podía
escribir mi nombre sin faltas de ortografía, no tenía historias para contar y
no me esforzaría por aprender a narrar.
Porque debo ser de aquellos tipos
con “naturaleza viciada”, por utilizar un término de Thomas de Quincey, mi
apego por las letras se esfumaba rápido
ante la fuerza avasalladora de la dopamina secretada por las bebidas
espirituosas, pero eso sí, en sucumbir a una irrefrenable pasión etílica, sí
que yo era un artista nato.
La última vez que estuve en Natales fui a visitar al poeta Hugo Vera, quien estaba de regreso de un viaje
a Comodoro Rivadavia donde falleció su madre, me contó que su hermano Chochi,
que también murió hace unos años tenía una
enorme cantidad de libros de ajedrez, clásicos grecolatinos, historias de la
segunda guerra mundial y cajas con colecciones de la revista El Gráfico.
Hugo me obsequió el
reloj de Chochi y una antigua foto de River Plate de los años ’70, porque
Chochi era hincha de la banda sangre, le
agradecí mucho y le dije que los atesoraría, conocía a Chochi de la vez que fui
a Puerto Madryn y pasamos por Comodoro a visitarlo, era un flaco especial,
buena tela, pero atormentado.
Le comenté a Hugo -que es casi nuestro Enrique Symns pero el
de los tiempos de Cerdos y Peces, no el de los inicios del The Clinic- que de
niño, al igual que su hermano, yo también tenía cajas de El Gráfico y que leí
en la revista dos titulares que me marcaron, uno sobre la despedida del fútbol
de Silvio Marzolini “Silvio el fútbol siempre seguirá correteando alegre por
tus venas” y el otro “ Bill Walton: dos millones de dólares para vivir por y
para el basket”, después de leerlos soñé un día ser periodista y si fuera
deportivo mucho mejor.
Tendría doce o trece años cuando mi primo Juan me construyó con
troncos dos arcos en el patio de mi casa en calle Tomás Rogers de Natales,
parecía una cancha de taca-taca con césped de mazacotes, allí organizaba solitarias
pichangas, campeonatos nacionales, Copa Libertadores, Intercontinental y el Mundial.
Jugaba solo, era tanto local como visitante, como tenía el
don de la ubicuidad ocupaba todos los sectores del campo de juego, atacaba,
defendía, me hacía foules pequeños y planchazos descalificadoras; de verdad
pateaba los corners y los cabeceaba, pero lo mejor de todo era que los atajaba,
aunque a veces me goleaba. Era un jugador polifuncional ya sea arquero, defensa
central, zaguero derecho o volante, un 10, wing izquierdo, centro delantero y, en
ocasiones, lauchero, incluso entrenador
y utilero, pero también árbitro y, a veces, de los saqueros.
Como sabia el nombre de clubes y jugadores de las ligas
argentinas, chilenas, uruguayas, peruanas, brasileñas y europeas relataba el
partido y asumía múltiples identidades, comentaba las jugadas, era tanto un informador
de cancha que en el entretiempo corría por una cuña de los jugadores, como también
el periodista que tras el pitazo final me
auto entrevistaba, no faltó la vez que muy picado por el resultado no me contesté,
entendible por la adrenalina de la derrota aunque hablaba muy mal del espíritu
deportivo que debe tener todo jugador de futbol.
Pero lo mejor eran las finales de campeonatos, porque
entregaba y recibía medallas, levantaba las copas, que se las saqué a un tío
que las tenía botadas en su casa, y posaba triunfante para la portada de El
Gráfico.
Relaté encuentros magníficos, comenté goles extraordinarios y
entrevisté a porteros con atajadas maravillosas, mi primo mayor me dijo hace
poco que cuando solía visitar mi casa me observaba en silencio, no con lastima
por cierto, porque de verdad los partidos eran espectaculares.
Mi monumental estadio en miniatura duró hasta que a mi madre
se le ocurrió criar gallinas para tener huevos y hacer cazuelas, las fecas de
las aves eran peor que diluvio universal para el campo de juego, por más que intentara
la pelota no rodaba y los chuteadores quedaban mantecosos con el agua, maíz y espesa sopa de afrechillo que mi madre les daba para engordarlas; lo peor de todo fue que en
lugar de caseta de transmisión había un gallinero y en vez de notables y
frenéticos relatos, puros cacareos de gallinas cluecas.
Esos fueron mis primeros contactos con el periodismo, los
otros, serían un tanto diferente y vendrían varios años después.
Tuvo que ser el año 85 o el trascendental año 86, me invitan
a una brigada de Agitación y Propaganda contra
la dictadura gorila y me pasan un mimeógrafo eléctrico para imprimir un pasquín
rebelde.
Porque si antes mi ejemplo eran las plumas de El Gráfico
ahora, ya maduro, eran los Chicos de la Prensa
de Cauce, Apsi, Análisis, Hoy, El Siglo, Fortín Mapocho, Crisis, Mate Amargo y
fantaseaba con que escribirá en el Punto Final. No ganaría el capitalista Premio Pulitzer,
sino el de Casa de Las Américas, hasta ejercería la corresponsalía del Pravda,
una que otra otra editorial del Granma y comentaría para “Escucha Chile” de
Radio Moscú.
Empezaría desde abajo, como buen revolucionario conocería al
dedillo toda la cadena de producción del medio de comunicación proletario,
sería tanto canillita, como redactor e impresor; partiría como lo hicieron los grandes periodistas
sirviendo café y limpiando la sala de redacción e impresión en el dormitorio de
mi casa, los mártires de Chicago no eran nada al lado mío.
Me tenía tanta confianza que si bien con mucho esfuerzo y sudor podía juntar
dos pares de palabras mecanografiadas sin recurrir al corrector, me creía capaz
de escribir hasta El Capital.
Pero nunca llegué a publicar,
ya sea porque por un descuido de la
dirección nacional en Santiago me enviaron los stencils con páginas repetidas o
porque un día quizás fue por el vino, la yerba, el floripondio, los “tontariles”
o esas malévolas pastillitas de Ponderax
reductoras del apetito con minúsculas dosis de anfetamina y había que tomarse
más de quince para que surtieran efecto, en un arrebato de locura se me ocurrió
utilizar de barretín las paredes de mi casa y entremedio de ellas fondear los
stencils, cuando quise rescatarlos nunca los encontré, tuve cargo de conciencia
pero se me fue luego.
O porque cuando me asignaron la misión de ir a buscar los stencils
a la capital me tenía que encontrar con
un tipo en una calle y olvidé de qué lado de la vereda era, por fortuna el
contacto se dio cuenta, cruzó la calle pasó a mi lado, de puros nervios
confundí el santo y seña, pero como me vio con el libro de Eva Luna bajo el brazo
me dijo que lo acompañara, subimos a un auto, me pasaron el paquete, después me
dejaron cerca de la estación para tomar el rápido para Temuco.
El tren estaba lleno, me puse a tomar con unos socios,
me curé y entró la paranoia de que me estaban siguiendo, fui al baño y tiré por
la ventana del tren en movimiento el bulto que contenía los stencils, por un
instante pensé también en arrojarme, de hecho lo hice cuando el tren circulaba
despacito por Avenida Barros Arana cercano a la Estación temuquense, con el
riesgo de que las matas de murras rasguñaran mi dignidad.
Ese fue mi efímero paso por el periodismo combatiente o
militante como se dice ahora, no me dejaron ni siquiera hojear el “Periodismo y
lucha de clases” de Camilo Taufic, pero me considero un tipo con suerte al abandonarlo a tiempo, aunque más suerte fue la que tuvieron los demás, porque conmigo vaya modelito
de Hombre Nuevo que surgiría.
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