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El modo Pavlov


Claudio, con ese tono fraterno que lo caracteriza, fue de los primeros en saludarme por mi cumpleaños “Felices treinta –dijo- ¡Ah, cómo te gustaría volver a tener 30!” remató, pero le contesté que no, que estaba conforme con mis 56.

Y, de verdad, fui franco, porque si bien es fácil engañar a los demás, pero difícil engañarse uno mismo, yo a los treinta años era una piltrafa, los casi 84 kilos con que había regresado a Punta Arenas como por arte de magia se habían invertido a 48, no quedaba nada de masa muscular, si bien nunca la había tenido, por cierto; al lado mío un alfeñique de 44 kilos, era míster Átlas; los bluyines me bailaban, mis piernas eran un par de hilachas; como no quería que se pensara que me transformaba usaba los viejos bluyines talla 52 de siempre, nunca estuvo en mis intereses comprar unos nuevos talla 44, pero todo tenía su ventaja “Hola flaquito! me saludaban, los que no me conocían de antes.

Mi voz era trémula y silenciosa, mis manos temblaban, no hacía más que beber café, té, fumar y una que otra Coca-Cola, sin causa ni motivo aparente me afloraban, de manera melancólica e intempestiva, irresistibles ganas de llorar, como no tenía fuerzas para nada, menos me  esforzaba por contener una cuantas olas de lágrimas. Era común que acudiera a la oficina de Entel para llamar a Sonia que estaba en Temuco y contarle mis desgracias, a esas alturas ni la yerba, que por esos años era escasa en Magallanes, conmigo funcionaba ya que en lugar de reír a carcajadas me producía el efecto contrario, más me bajoneaba, eso sí, no era yo de pucheros o gemidos, quedaba aún su poco de dignidad.

Porque como nada es gratis, tuvo sus costos mi encuentro con el modo Pavlov, hacía un año había ingresado a trabajar de camillero al Servicio de Urgencia del Hospital de Punta Arenas, mi matrimonio colapsaba, pronto tendría que abandonar el hogar, más miserable que una rata, me sentía peor que el jorobadito de Arlt o la cucaracha kafkiana y si bien soy por naturaleza un tipo depresivo, lo mío ya limitaba con el masoquismo.

Como hasta un cobarde empedernido tendrá en la vida su momentum de valentía, solo es cosa de aprovecharlo, un día toqué las puertas del servicio OH del Hospital regional, me abrió la enfermera Mirna Pavlov, una vez dentro ya no pude echar pie atrás, buscaba quizás una tabla de salvación considerando que mi vulgar y mediocre vida iba camino “entre la cirrosis y la sobredosis”*, solo para parafrasear esa canción que me gusta tanto de Sabina,

Llevaba un par de semanas de camillero y fui cambiado de la ambulancia a la portería de la Urgencia, lo cual me alivió un tanto la existencia porque una tarde que tenía libre fui a la Costanera por dármelas de saltarín me caí en la arena y esguincé la muñeca, si a duras penas intentaba levantarme por mí mismo, no podría levantar a otro en una camilla, menos si debía usar cabestrillo, pero no me impedía abrir la puerta, sobre todo a los médicos, los cuales en su mayoría entraban sin saludar, no por ser maleducados, sino por andar siempre apurados por la vida que han de  salvar.

En el trabajo debió correrse el chimento que tuve el accidente borracho, lo cual era falso porque hacia una semana que acudía muy temprano en la mañana, cual perro del experimento de Iván Pavlov, a inyectarme la dosis de apomorfina, esperar un instante hasta que la homónima del padre del condicionamiento clásico nos pasara a cada uno de los que estábamos allí un vaso de licor para olfatearlo,  enjuagarnos la boca y después escupir en un balde que cada uno tenía a sus pies, bueno no solo escupir, porque la mezcla morfina y alcohol para nuestro estómagos resultaba mortal y acontecía entonces un angelical y liberador coro de arcadas, bajo la atenta mirada de la enfermera quien se compadecía de nuestro voluntario sufrimiento.

Fueron quinces sesiones de reflejo terapia, de no más de 20 minutos cada una, lo suficiente, según se cree, para inculcar el hábito de la sobriedad, pero si hubiesen sido veinte, treinta, cincuenta habría asistido, ya he dicho que soy masoquista, pero más que todo porque sentía que al fin estaba haciendo algo importante por mí de verdad, sin imitar, aunque, guardando las proporciones, me creía estar en una escena de la Naranja Mecánica protagonizando el rol estelar de Malcolm MacDowell.

Como nobleza obliga reconozco, sin sonrojarme, y si lo hago es por la rosácea, que fui salvado por el modo Pavlov, esa particular dedicación y cariño que Mirna ponía para acompañar en nuestra angustiosa y abstemia travesía por el desierto, algunos lo logramos y volvimos más flacos, tembleques, como asustados, tristes y culpables por la vida que se dejó atrás, otros recayeron en el camino, de hecho yo lo hice pero sucedió más de una década después.       

Creo, sin temor a equivocarme, de que muchos años antes de que se hablara aquello de una Mujer Fantástica, para cada uno de esos prototipos de Walking Dead que circulaban por OH, la Mirna fue nuestra Mujer Fantástica, y como quien te quiere te aporrea no era difícil que uno terminara enamorándose de su abnegada dedicación o, tal vez, de su jeringa.

Para hacer realidad el mito urbano regional de que los magallánicos somos buenos para el copete hace unos años Mirna Pavlov fue elegida  ciudadana ilustre de Magallanes, merecido reconocimiento a su desinteresada labor, porque no era extraño que cuando me tocaba hacer turno de noche se la viera llegar a las tres de mañana, con su montgomery gris, vocación de Florence Nightingale y de católica practicante a rescatar a un tipo que abandonó el tratamiento.

Porque uno podía tener su momento de debilidad, de hecho en medio de las sesiones yo también lo tuve, como solía ir a El Lomits, y pedir un café, una mañana  con ganas de mandar todo la cresta, tomé la decisión de tirar el tratamiento por la borda iría al Lomits y me tomaría un shop, que era una de las formas de iniciar la barraca, fui, me senté en la barra, se acercó la mesera, me apuntó con el dedo y dijo: “Lo de siempre, un café”, lo trajo, me lo tomé, pagué y me fui.

Hace unos día asistí en el trabajo a un taller de psicología organizacional, tuvimos que  reunirnos en grupos y cada uno contar cuál fue el momento más significativo de su vida, cuando tocó mi turno, me excusé de señalarlo, sería muy largo explicar que fue cuando conocí el modo Pavlov y que incluso hoy en día cuando pasó por el pasaje donde dan las ventanas de la sección OH del antiguo Hospital regional, que hoy está abandonado, me recorre un cosquilleo frío por el cuerpo; por ello, querido Claudio, “volver a los treinta”, no es lo que piense yo en este “instante fecundo”, quizás mañana**.

https://www.youtube.com/watch?v=PmOsNNzYU8Y


** https://www.youtube.com/watch?v=-2cvWrNJ_J4


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