“Los ojos
bien abiertos y el recuerdo de lo que nos hizo bien y nos hizo mal nos ayudan a
evitar los tropiezos al saber esquivar a tiempo las piedras del camino”.
(Facundo Manes y Mateo Niro en “Usar el Cerebro”, pp. 136)
He tenido caídas en escarcha, blanca y negra,
en la ducha y escalera, sobre cemento, ripio, piso mojado, de madera, hule,
cerámico o por pisar en falso. Algunas bastante ebrio, otras de puro volado que
soy, pero ¡ojo! que ocurrieron también
sobrio. Las tuve suaves y esponjosas sobre la nieve y chistosas en la arena,
también mullidas en hojas de otoño,
incógnitas sobre las olas del mar y plácidas en lagos y lagunas.
Como me acompañan de
niño, no es que esté orgulloso, pero no necesito tatuajes llevo en la piel los
estigmas de mis costalazos: tres suturas en el labio superior, dos en la
canilla derecha, tres en el anular derecho, tres en la ceja izquierda, dos
cortes en el cuero cabelludo y diez costuras operatorias en el codo derecho.
Fracturas, algunos esguinces, chichones y moretones
Me he caído en
departamentos, casas, oficinas, a techo cubierto y al descubierto; a bordo de bicicletas, trenes, aviones,
barcos, micros y automóviles. Han sido en urbes y en descampado, las hubo
magallánicas y nortinas también internacionales. Ocurrieron diurnas y
nocturnas, estando sentado, parado, acostado, mientras caminaba, corría,
conversaba o peleaba. Las tuve despierto, soñando o aturdido, fueron
estrepitosas y públicas, otras silentes y anónimas.
Algunas subiendo, muchas
cuesta abajo en la rodada, me pasaron por descuidado. Hay de las que recuerdo
pero de varias tengo vagos chispazos, me hice el tonto, preferí olvidarlas.
Reconozco que las hubo
ingeniosas, hasta útiles, si caerse sirve para algo, pero, también, un tanto estúpidas, por ellas
caí a la cárcel, el hospital, otras, como Altazor, al fondo de mí mismo.
Las viví de manera
culpable, distraída o inocentonamente. Me he caído amando, odiando o engañando, por odioso y, también, por actuar de mala fe. Frente a amigos, hermanos, familiares y desconocidos,
algunas fueron alucinantes, otras muy desilusionantes. Las hubo verdaderas y de
puro farsante. Unas por exceso de confianza o de puro inseguro y, por cierto,
por desinhibido o, muy por el contrario, cohibido.
Aunque las creí nobles,
en su mayoría fueron humillantes, vergonzosas, denigrantes. Algunas dolieron
más que otras, porque removieron el piso. Si bien me engañaba con eso de que
eran desprevenidas, bien sabía yo que acontecerían.
Por esas ganas de
compartir la cotidianidad con amistades lejanas le envié un correo al ahora
penquista Juan Ignacio comentándole el último porrazo, me responde casi al
instante preocupado por mi estado de salud.
Le digo que nada que
lamentar porque ¡vaya si sabré yo de
caídas! casi estoy acostumbrado y aunque muchas no logro asumirlas, es por
culpa del empedrado, pero que la última, no fue por despistado, sino por el viento de 133 kilómetros por
hora en Punta Arenas, no por nada la capital regional es la cuarta ciudad más ventosa del planeta, salía del trabajo, el guardia me abrió la puerta, entró
una ráfaga, levantó el choapino, tropecé con éste y me saqué la cresta.
Agradecí su solidaridad
para con mis ramillones, le explico que como soy desorientado, tengo negado el
oriente, tendré siempre batacazos hasta que se venga aquel en que desparramado
sobre la tierra negra ya no pueda levantarme, ojalá sea más digno que el de
ayer y no quede grabado en las cámaras de vigilancia.
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