Toda persona es un peluquero, o peluquera, frustrado. Las mujeres pueden subliminar tal frustración al depilarse, maquillarse o algunas teñir su cabeza; los hombres cuando nos rasuramos, pero cortarse el pelo por sí mismo, son palabras mayores.
Entre las cosas
buenas que trajo la pandemia, fue que por la imposibilidad de asistir a barberías
o centros de belleza varios pudieron cultivar, sin sentimiento de culpa, ni
mucho éxito, por cierto, el oficio del estilista.
Los primeros días de
cuarentena escuché al comentarista de CNN Anderson Cooper, relatar cómo tuvo
que cortarse el mismo el pelo y los estragos que se auto provocó.
Será por eso que una de las cosas que más extrañaban los ciudadanos de todos los países era poder
volver las peluquerías, y no es por ser pretencioso, a todos nos gusta lucir bien, porque van a las peluquerías hasta los
calvos.
Hará unos diez años que en mi hogar para ahorrar dinero y evitar un sufrimiento canino, la madre de mis hijas adquirió una máquina para cortar el cabello, con la cuarentena galopante si la maquina ya estaba, quien siguió en la lista fue mi cabellera, solo era cosa de untar las cuchillas, peinetas y tijeras con un poco de alcohol y pasarle un fósforo encendido, quedaba mejor desinfectada que con clorex o fusol, después nada más poner manos a mis escasas mechas.
Al igual que mis
quiltras, quedaba todo charqueado, peor que esos corderos que en faenas de
esquila caen en manos de esquiladores novatos.
Mi peluquera autodidacta parece que lo disfrutaba, sobre todo si no era su propia cabellera, porque durante tres años accedí
voluntariamente, y sin rezongar, que sea ella y no mi peluquero, que se metiera
en mi cabeza, en sentido figurado, por supuesto.
Tuve que acostumbrarme a usar jockey, sentía que mis compañeros de trabajo se reían y murmuraban a mis espaldas, una vez el corte duró 24 horas porque tuvo que retocarlo, lo que fue para peor.
Los pocos pelos que me quedan sufren con sus tijeretazos, les pasa la peineta y, tal cual un ególatra estilista, se admira de su creación "¡Qué bien que te dejé!", suele exclamar.
Pero son nuestras hijas las más feroces y despiadadas críticas de la obra de su madre: “Papá, para qué te prestas para eso, no ves cómo mi mamá deja a las perras”, comentan. O bien que mi corte es más espantoso que el de Marcianeke.
Como en pandemia se decía
que afloraban nuevos sentimientos, por no pasar de insensible una vez que entregué
mi cabellera ya no podía dar pie atrás, solo dejé que hiciera y deshiciera,
olvidando lo que siempre manifesté, no es persona de fiar quien se cambie de
equipo de fútbol o de peluquero.
Su posesión sobre mi
cabeza llegó a tanto que decide cuándo cortarme el pelo, solo atino a bajar
la cabeza resignado si al desayuno se me queda mirando y dice “tienes el
pelo largo, hoy te lo voy a cortar”.
Pero, ayer, no resistí
más y con el pretexto de ir a comprar a la frutería del centro aproveché de pasar
donde mi peluquero habitual y explicarle mi ausencia obligada durante estos tres años, el corte
como siempre fue pulcro y simétrico, casi perfecto, mientras marchaba a casa miraba
mi reflejo en las vidrieras y no dejaba
de admirar el oficio del peluquero, por cierto tiré el jockey en el primer bote
de basura que encontré.
Estaba feliz, aun a
sabiendas que mi osadía podría acarrear un quiebre conyugal, pero estaba equivocado
cuando entré a casa ni se inmutó, fue casi como si lo ignorara, solo preguntó
cuánto me costó
“15.000 mil pesos,
con la inflación todo subió” dije bromeando.
“Ese tonto afán tuyo
de tirar la plata, como si tuvieras mucha, si yo te dejaba igual”, respondió.
👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽
ResponderEliminarJajaajajajajaj igualito.
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