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La Fábula del Rey y el Ciprés

 Todas las tardes a eso de las 15:00 a.m. horas, ante el menor descuido del tutor real  el joven noble solía escaparse  para subirse al añejo ciprés de la avenida principal para, en su copa, dormir la siesta.

Eso sería lo primero que comentaría cuando fue coronado Rey y su pueblo lo adoró.

Tanto que primero, como travesura de niños u osadía de jóvenes, los súbditos comenzaron a llegar hasta el ciprés y subirse al árbol, se tomaban fotografías o filmaban para tener la experiencia vicaría del Rey.

Las peregrinaciones al ciprés se tornaron multitudinarias, parte del tur turístico o el paseo diario, era mal visto, tildado de traidor o antipatriota, quien no tuviera una foto arriba del árbol. Subir a su copa se tornó tradición, mas que besar el dedo gordo del pie de la estatua del último nativo de la plaza principal.

Llegó hasta oídos del monarca que la devoción ciudadana que producía el árbol era tal, que podía dañarse. Incluso había bandas delictuales que cobraban peaje para subirse al árbol y cronometraban los minutos que se podía estar arriba.

Optó, entonces, por promulgar un edicto que prohibía trepar al ciprés.

De nada valió, los súbditos se rebelaron contra el edicto y las bandas del peaje y, lo que es peor, ante la prohibición de subir, algunos decidieron no bajar más, rápidamente lo imitaron muchos y comenzaron a vivir en el árbol, comían hojas, ramas, pájaros, bichos y  alimañas que entre el follaje encontraban, luego obraban, gritaban, discutían, bailaban y copulaban. El vivir entre las ramas trajo sus bondades, resurgieron las destrezas que la evolución escondió y podían columpiarse  como frutos raros.

Como el Ciprés no soportaba más gente y se amontonaban en el tronco, comenzaron a subirse luego a los arboles cercanos, también a  los lejanos

La noticia corrió  por todo el reino, de pronto las personas dejaron sus tareas y quehaceres y se subieron a los árboles, en la Araucanía a las Araucarias o el Canelo, incluso los del desierto treparon a los cactus.

El reino decaía, nadie trabajaba, menos tributaba, todos estaban arriba de los árboles haciendo como que dormitaban, peor que en una pandemia se paralizaron las industrias, las escuelas se vaciaron, en los hospitales quedaban solo las ánimas; los tribunales cerraron. 

El Rey, solo en su palacio, ya sin cortesanos que treparon al Naranjo del patio de palacio, decidió, entonces, ir hasta el Ciprés para ordenarle al pueblo que se bajara o, por lo menos, le hicieran un hueco para que trepara, pero se lo negaron.

De pronto un ruido ensordecedor sacudió la tierra, el monarca pensó en un terremoto, pero estaba equivocado, eran los árboles del reino que al no  poder sostener el peso de la humanidad se fueron cayendo de cuajo.

“Mi Rey – dijo el Ciprés, antes de sucumbir- usted es un monarca doblemente afortunado, conoce la causa y es testigo de la deforestación mundial”.

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