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El viaje al fin del mundo

 No tengo espíritu aventurero, soy lo que se dice un tipo más bien cómodo, sedentario, nunca me  interesó  una juventud mochilera, lo de trashumante no va conmigo, le tengo temor los aviones aunque no así a los barcos, no deseo un viaje al antiguo Egipto, ni escalar Los Alpes o visitar las playas del Caribe más aún si no sé nadar, apenas floto unos segundos, a lo más jugar en la orilla con la olas y mojarme los pies. Tampoco busco realizar un viaje interior al fondo de mí mismo, me da urticaria la meditación trascendental.

Sucede que soy terrenal, si la carretera es la vida decía Jack Kerouac, para mi es la Ruta 9 que une Punta Arenas con Puerto Natales, pero como es bueno refrescar la memoria, confieso que no siempre  fue así.

Cuando vivía en Temuco, me gustaba ver pasar los buses en la Panamericana, desde una loma citadina, me sentía unido al país y, pensaba, si acaso un día uno de esos vehículos me llevaría hasta la capital.

Pero el viaje más recurrente era ir en verano a Puerto Saavedra, recuerdo tres ocasiones especiales, la primera cuando acampamos con mi pareja a orilla de la desembocadura del Lago Budi, salimos a caminar por la playa y vimos que la gente transitaba apurada en dirección contraria, un carabinero a caballo nos informó que por un terremoto en Japón, ante un eventual maremoto en Chile, se pedía que las personas subieran a los cerros cercanos.

Si bien nosotros estábamos acampados en los faldeos de uno y cuando se está enamorado se vuelve valiente y osado, optamos quedarnos en el lugar. Fue la peor decisión, no pegué pestaña durante toda la noche, escuchaba rugir las olas en mi oreja y, casi sentía, que fallecía ahogado.

A la mañana siguiente recogimos nuestras cosas y nos largamos, estábamos solos, el resto de los veraneantes  tenía sus carpas en los cerros, pero lo peor vendría después, porque cuando fuimos a tomar el bus de regreso se habían acabado los asientos y tuvimos que volver a Temuco, parados en el pasillo del bus.

Nuestro segundo viaje a Saavedra, fue diferente, íbamos precavidos, arrendamos una pieza en un montículo y compramos los pasajes de retorno al llegar a Puerto Saavedra, al otro día rojos y cansados subimos al bus, nuestros asientos, por cierto, estaban, pero ocupados por otros, la empresa por equivocación revendió los pasajes con los mismos asientos, como era el último bus del día, no nos quedó otra que, nuevamente, viajar  de pie y, por supuesto, achicharrados.

El tercer viaje  compramos los pasajes de ida y retorno desde la oficina en Temuco, nos tocaron el 33 y 34, alegamos y nos aseguraron que no pasaría lo del viaje anterior. Disfrutamos del Budi como nunca, es un lago de agua salada, se flota rápido, uno puede bracear y hacer como que nada; si bien fuimos en carpa nos prometimos que al menor movimiento telúrico subiríamos corriendo al cerro sin importar nuestras pilchas. Comimos choritos crudos, pescado frito y sopaipillas en las ruinas donde se filmó  la película chilena La Frontera.

Como la brisa marina agota, cansados, pero contentos de un fin de semana espectacular, fuimos a tomar el último bus de regreso, caminamos sonrientes por el pasillo con la tranquilidad de llegar a nuestros asientos para reposar, ocurrió lo imposible no es que nuestros asientos unos patudos lo hubieran ocupado, tampoco que volvieron a revenderlos, sino que los asientos 33 y 34, no existían, porque el bus solo tenía 32  asientos; nos resignamos a que el viaje de retorno fuera otra vez de pie y apretados.

Hace años volví a Magallanes, como somos de Natales, pero vivimos en Punta Arenas,  solemos viajar en automóvil a Natales a visitar a la familia, a excepción del último año por culpa de la pandemia. Es una experiencia gratificante, sobre todo si el llamado de la vejiga es irresistible, no tengo más que bajarme del auto y caminar hasta la alambrada de siete hilos, con la precaución que el viento no me juegue en contra.

Si queremos sacar una fotografía, nos detenemos, cuando jubile pienso postular un proyecto artístico a un fondo cultural para fotografiar los 248 kilómetros de la Ruta 9, o Del Fin del Mundo, como, también, se les ocurrió llamarla ahora, acaso por la inmensidad y sensación de libertad que da la estepa Patagónica y porque, a todo turista, le brota un impulso etnográfico de preguntarse cómo pudo sobrevivir el hombre en tamaña soledad, mientras se maravilla cómo cambian los colores y en el trayecto se pasa por las diversas estaciones del año, no sin antes reclamar que para no alterar la majestuosidad todo tipo de cableado se debió soterrar.

Me une con la Ruta 9 un sentimiento especial tanto porque el verano del 84 fui jornalero en el anteproyecto que modificó la ruta, topógrafos y trabajadores convivíamos en un hostal semi construido de Morro Chico, conocí a pie desde Villa Tehuelches a Cordón Arauco. Como también, porque el año 2012, llevamos en automóvil el ánfora de madera con las cenizas de mi madre para su funeral en Natales.

Una parada obligada en nuestro viaje será siempre el Monumento al Viento que, curiosamente, son objetos estáticos. Ya ingresando a Ultima Esperanza, la pampa se volverá un poco más boscosa con ñirres, lengas, cipreses, entre otras especies arbóreas nativas, algunos árboles nos mostrarán orgullosas barbas de liquenes, otros solitarios e inclinados indicarán la dirección del viento, y que de haber El Quijote nacido acá, habría confundido con dragones. También, por cierto, los vestigios de bosques  calcinados, como prueba palpable del impacto que en el medio ambiente tuvo la introducción de la ganadería en la zona.

Si se viaja de noche por la Ruta 9, en un día estrellado, la mente suele divagar con encontrarse un Ovni , es probable, que lo vea, aunque lo más  frecuente serán liebres o conejos silvestres y, por el aroma, sabremos de algún zorrillo despistado; ahora, si se viaja temprano, saludaremos a los caranchos que hicieron de la carretera su hábitat natural y se aprestan a desayunar los cuerpos de animalitos atropellados la noche anterior.

Durante el viaje veremos zorros, guanacos y ñandúes  admiraremos a  flamencos en pequeñas lagunas, los que por supuesto habrá que fotografiar, como también el pastoreo de bovinos y, capaz que nos topemos con el arreo de un eterno piño de ovejas, que demorará nuestro viaje, imagen que podrán llevarse los citadinos para rememorar cuando estén pacientemente detenidos en los bulliciosos tacos de la capital.

Si se viaja con niños los cielos patagónicos son propicios para jugar a encontrar figuras en los cúmulos de nubes, mientras que los rayos de sol que las traspasan asemejarán un misterioso portal.

Ahora, si es en verano, como algunos kilómetros estarán orillados con chochos florecidos de distintos colores, sembrados por obra y gracia de Eolo, si uno se atreve puede bajarse a recolectar semillas y así tener un trozo de la Ruta del Fin del Mundo cultivada en el jardín del hogar.

Aunque la carretera es más bien solitaria, no por ello menos peligrosa, hay que conducir con cuidado, sobre todo en invierno con ruta escarchada y nevada, pero igual de espectacular. No falta el tipo que para alardear  dirá que un viaje que en bus dura tres horas, él lo hizo en una hora con 46 minutos. Es frecuente encontrar en el camino animitas que uno, sea o no creyente, en silencio saludará.

Sin duda que hay que darse el tiempo para disfrutar el trayecto, parar a tomar un café y comer algo, con la debida precaución de llevar bolsas de basura para recolectar nuestros desperdicios y no alterar el ecosistema; o bien pasar a merendar a la Posada de Río Rubens, donde se alojó el Presidente Pedro Aguirre Cerda y, siendo muy joven, trabajó de empleada doméstica María Pedroza. Aguirre Cerda, fue el primer mandatario que viajó por tierra de Punta Arenas a Natales, toda una proeza en aquellos años y María Pedroza, era la bisabuela de mis hijas.

Si se viaja con un chofer informado nombrará los diferentes lugares que se van pasando y los kilómetros que faltan para llegar a nuestro destino. Mostrará la Sierra Dorotea y comentará que, a solo un par de kilómetros, se encuentra la Frontera con Argentina y el otrora pueblo minero argentino de Rio Turbio, donde han trabajado casi todos los natalinos.

Creo, sin temor a equivocarme, que si se tiene un amigo nortino que visita Magallanes, una obligación fraternal es invitarlo a recorrer la Ruta 9 en automóvil, no es por creerse uno Sal Paradise ni que nuestro amigo sea Dean Moriarty, esos personajes de En el Camino de Jack Kerouac, sino que estoy seguro no hay mejor manera de prodigar amistad, es una experiencia que a todos fascinará.  


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