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Los sonidos de la infancia

Los trabajos de remodelación de la casa vecina le trajeron sonidos de la infancia, el de la motosierra cuando llegaban a cortar leña al hogar familiar, no era aún la época del silencioso gas natural en Natales y cada cierto tiempo veía desde la ventana que un par de viejos morenos, flacos, arrugados, de bigote negro y desdentados, instalaban en el patio una sierra circular de banco para cortar los rajones, lo miraban riendo y él bajaba la vista asustado. Quiso recordar otros sonidos, el del cortocircuito cuando saltaban los tapones, se cortaba la luz y la abuela colocando un cabello en los tapones, lo remediaba.

Pensó en su hijo y en cuáles serían los sonidos de su infancia, si acaso el piar de pollitos que la abuela mantenía en una caja bajo la estufa de la cocina, pero se dio cuenta que su primogénito aquello no lo vivió, a lo más escucharon juntos el sonido metálico del triciclo anunciando los balones de gas licuado, el golpeteo de los cascos de los caballos de las carretas mapuche en Santa Rosa, Temuco o el chirrido que hacía la escobilla de fierro cuando la abuela materna del hijo limpiaba a diario la reluciente cubierta de su cocina a leña.

Quiso, entonces, preguntarle si estaba en lo cierto y de verdad eran los sonidos aquellos, pero, era imposible, ambos optaron tácitamente por dejar de hablarse, él lo aceptó y no porque tuviera así un pretexto para olvidarlo y dejar de preocuparse, porque lo recuerda a diario, sobre todo el día cuando el hijo tenía seis años y lo fue a dejar al aeropuerto para que se fuera con la madre porque se habían separado, la imagen del pequeño vestido de buzo amarillo y negro que, antes de subir al avión, soltó la mano de la sobrecargo y se dio media vuelta para hacerle ¡Chao!

Hubo, por cierto, momentos que intentaron vivir juntos, no resultó, siempre algo falló y, como es verdad aquello que las separaciones las lloran un tiempo prudente los adultos, pero la sufren eternamente los hijos, en su caso sucedió. En uno de esos escasos intentos de remediar el tiempo perdido su hijo desobedeció una orden y le preguntó si lo castigaría “porque los papas castigan", dijo el pequeño, no le respondió, tampoco lo castigó, cómo iba a castigarlo si apenas lo conocía. Fue, entonces, un padre ausente, en cierto modo repitió con su hijo lo que le tocó vivir a él, para quien la figura paterna nunca existió.

No compartieron esos almuerzos dominicales con que se reparte cariño a los hijos de padres separados, tampoco cumpleaños, menos pasar fiestas tradicionales juntos, ni de fin de año ni vacaciones compartidas ni siquiera asistir a funerales donde se reúne la familia y, aunque él se excuse y culpe en parte de aquello a la extensa y loca geografía, porque mientras uno vive en el centro, el otro reside en el extremo austral del país, sabe bien que aunque estuvieran a media  cuadra no se visitarían.

Aunque busca disimularlo, siente vergüenza de los tortuosos caminos que tomó el hijo, pero, más aún, se avergüenza de sí mismo por no poder encauzarlo; todavía le duele cuando le escuchó decir que al irse a vivir a Santiago, con otros niños se colgaban de polizones al parachoques trasero de los camiones para deambular por las peligrosas calles de la capital.

Fue en un arrebato, más producto de la bebida, que del sentido de clan, que decidió ponerle al hijo el nombre antiguo de su bisabuelo, hoy quizás sea aquello lo único que de él, el hijo quisiera mantener, el apellido paterno capaz le gustaría cambiárselo.

Porque al final ambos se cansaron, el hijo nunca quiso aceptar cambiar y le reprocha al padre que se volvió cómodo y conservador; el padre se negó a entender que el hijo nunca cambiaría y le cuestiona lo que, para él, es una rebeldía mal entendida. Y aunque uno es ya un hombre y el otro un anciano, el viejo no deja de pensar en el joven como aquel niño vestido de buzo amarillo y negro que un día dejó en el aeropuerto y le dijo adiós.

Pero, al viejo, un sueño recurrente le perturba, es de madrugada, golpean fuerte y de manera violenta a su puerta, como si alguien viniera a pedir un ajuste de cuentas. 
-“¡Hola! estaba esperando, sabía que vendrías”-.  





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