En los tiempos violentos que corren cuando se discute sobre la violencia, sea esta vandálica o de brutalidad policiaca, una de las frases que suele escucharse es: “No la
justifico, pero la entiendo”, otorgando con ello cierta apariencia de legitimidad
a dichas acciones.
Algo parecido sucedía hace un tiempo con quienes, no obstante
decían rechazar la violación de los derechos
humanos durante la dictadura militar, señalaban que se debía tomar en cuenta las
causas y el contexto que llevaron a que se cometieran dichas atrocidades, otorgando con ello cierto invisible barniz
permisivo a los actos represivos dictatoriales.
De igual modo, hoy en día se dice que saqueos e incendios
serían producto de una furibunda ira contenida,
hasta un punto comprensible por la desigualdad social que vendría a justificar, incluso, cierta epidemia de piromanía social que recorre el país y que se activa los días viernes, porque los incendios urbanos provocados en el contexto de seudo protestas sociales en pocos
meses se volvieron tan normales que dejaron
en el olvido los incendios en las zonas
rurales de la Araucanía del llamado conflicto mapuche. Efectivos policiales, por su parte, también estarían cegados de ira y, según algunos, solo harían uso desmedido de la fuerza, nada más que para hacer frente a la
turba que los quiere atacar. Así las cosas, los actos violentos tan solo serían la respuesta
natural de seres sensibles presas de una rabia incontenible, una fuerza irracional superior que los haría obrar con
arrebato u obcecación.
Dependiendo de si uno se posicione ya sea fuera o dentro de la barricada, se presume que unos y otros perseguirían un fin noble o que estuvieran interpretando a su manera lo que dijo Max Weber, "quien accede a utilizar como medio el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno solo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario".
Tal lectura acomodaticia de Weber, con el mero fin de pretender una justificación romántica de la violencia callejera, dejaría como faramalla todo discurso que se le oponga, pero comprometería, por cierto, una solidaridad vaga con las víctimas de aquella.
Correspondería, entonces, a la justicia, como rectora
de la sociedad, impedir que los métodos antisociales y que la ley del Talión
salgan triunfante, pero, también, al gobierno evitar que impere la brutalidad y violencia.
Ahora bien, en caso que a oídos de algún susceptible lector aquello le pueda sonar
reaccionario, solo recordar lo que escuché hace poco, "en estos tiempos extraños pasar
por reaccionario, es ser revolucionario”.
¿Desde qué lugar o bajo qué legitimidad se condena la violencia? Además, se produce un enorme mal entendido cuando se habla de violencia, como si existiera La Violencia. Aquí, hay violencias, no Una Violencia. Por otro lado, el autor confunde la Justicia con la Ley. Con estas dos confuciones, Violencia (s) y Justicia/Ley, el autor hace que esta columna quede en un simple mal entendido. Des-politiza cualquier tipo de discusión, tratando de neutralizar bajo su argumento "toda violencia es condenable".
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