Ir al contenido principal

¡Guau, Guau Milú!


El cronista mexicano Carlos Monsiváis, vivía y escribía rodeado de gatos, los llamaba Nonoalco, Carmelita Romero, Evasiva, Nana Nina Ricci, Chocorrol, Posmoderna, Fetiche de peluche, Fray Gatolomé de las bardas, Monja desmatecada, Mito genial, Ansia de militancia, Miau Tse Tung, Miss oginia, Miss antropía, Caso omiso, Zulema Maraima, Voto de castidad, Catzinger, Peligro para México, Copelas o maullas.  Se cuenta que cuando murió tenía en su estómago un ovillo de pelos felinos, vaya uno a saber si fue verdad.
Guardando las proporciones yo también tuve un gato, fue en Temuco, en mi casa de calle Bérgamo cercana al Río Cautín, era los años de la película “El lado Oscuro del corazón”, que dio a conocer al poeta argentino Oliverio Girondo, tal  era el nombre de mi gato, no por Oliver Twist y,  por cierto, muy apropiado para llamar a un gato.
Oliverio vino desde Santiago, lo trajo mi hijo Leonardo cuando con su madre regresaron a Temuco, fue a verme y llegó con él en brazos. Estuvo en mi hogar casi cinco años, bueno para cazar lauchas las engullía como quien se come un tallarín. En el cambio de casa desapareció, cuando regresé a Temuco, pensé que como “Adorno” el gato de Cortazar, Oliverio aparecería, pero nunca ello ocurrió.
Oliverio fue mi primera mascota propiamente dicha, aunque en  tiempos jipientos tuve un conejo de ojos rojos, dejó la casa hecha un desastre, duró poco o un par de semanas, supe después que los conejos no soportan vivir solitarios.
Claro está que como todo niño cuando chico en Natales tuve un perro, pero no lo veía como mascota, se llamaba "Copito", aunque vivía en el frontis de casa era un perro peludo vagabundo, nunca se bañaba, fue así que murió tiñoso; como se acostumbraba de antiguo un tío metió el cuerpo en unos de esos sacos de cáñamo paperos y lo fue a tirar al cementerio natural de animales que era la costanera del seno de Última Esperanza.
Tuve también contacto con los caninos cuando el año 1974 fuimos a visitar a unos familiares de Castro, vivían en una casona vieja cercana a los palafitos, poseían una quinta enorme, ahí conocí manzanos y cerezos, pero también a un feroz mastín negro que mantenían encerrado, de solo verlo me aterrorizaba, sentía que me perseguía con su horrible mirada.
Una castreña tarde veraniega, mientras jugaba fútbol con mis nuevos primos, en un descuido se soltó el perro, juro que no lo vi llegar, solo sentí que algo me cogía por la espalda y me revolcaba, escuchaba su gruñido y las risas de mis parientes. Tengo aún los colmillos marcados en el hombro y el recuerdo de la aguja de la jeringa que me colocaron en el ombligo para evitar la rabia, fue la primera vez que temí a la muerte.
Pero en los año 80 conocí a un perro simpático, se llamaba “Picho” era igual al “Washington”, vivía con los abuelos de mi hijo, era chico, blanco, sin cola, un ratonero que carecía de pedigrí, aunque hoy los siúticos le dirían "terrier chileno".
También por esos años me encontré a un can desagradable, se llamaba "Rambo" y era un perro policía jubilado, porque sepan ustedes que los perros se jubilan, hace poco nomás en Punta Arenas se jubiló con honores Eros, un perro detector de drogas de la PDI.
Rambo, había recibido un balazo y alejado de la vigilancia callejera ejercía de compañero del rondín en la construcción del barrio inglés de Temuco, me había conseguido la pega de nochero y mi primera función era llegar a desatar al perro, porque suelto Rambo era de temer, no corría, galopaba
Pero el perro desconfiaba de mí tanto como yo de él, cierta noche de neblina cuando lo fui a soltar, me tiró un tarascón, alcanzó a morderme la pierna solo superficialmente, me protegieron los dos pantalones que usaba y el poncho que vestía, corrí a encerrarme en la garita y no salí hasta el cambio de turno en la mañana.
No duré mucho en esa pega, nunca supe el porqué Rambo me pegó la desconocida, tal vez por un gen policiaco perició mi ropa, encontró  olor a ron,  yerba y me confundió con un malandra.
En los actuales días de protestas los perros se han vuelto protagonistas, en Santiago la imagen de uno negro apodado “Matapacos”, que murió hace años se enarbola como emblemática.
En Punta Arenas, entre los restos todavía humeantes de las barricadas, se encontraron neumáticos, fierros, alambres, hasta el esqueleto de un can carbonizado.
Al Matapacos se le quiere  hacer una estatua, lo mismo que en Punta Arenas, años atrás  se quiso para “Chocolate” un quiltro amistoso que deambulaba por la plaza y un día apareció acuchillado.
En mi hogar no es que seamos interespecies, pero convivimos con tres perras, la primera que llegó a casa fue una perrita mestiza que nos regaló una vecina, fue el fruto de una loca noche de juerga de su madre "Lulú", una elegante fox terrier blanca, con “Veneno” por el nombre es cosa de imaginarse como era de callejero ese perro. La llamamos "Milú", por deformación profesional y en homenaje al perro del colega Tintín, el aventurero.
Era traviesa, de chica le gustaba comer zapatos, sobre todo mis mocasines Hush Puppies negros recién comprados. No podía quedar la puerta abierta porque se escapaba y una vez afuera no había modo de alcanzarla, poseía un dribling espectacular, mejor que Messi, cuando uno estaba seguro de agarrarla te burlaba.
Con sus orejas paradas y su pelaje duro y blando parecía un zorrito con piel de guanaco, eso sí sufría una adicción por los panes de mantequilla, si se dejaba uno en la mesa al primer descuido se subía y lo hurtaba, pero, también, por las manzanas verdes y zanahorias  como si fuera una perra coneja.
Producto de sus escapadas tuvo parejas fortuitas y de las cuales quedó preñada, pero su amor inolvidable e irrefrenable fue Kill Bacter, que vivía en la esquina, cuando Milú entró en celo, el perro aulló noches enteras, vecinos reclamaban, fluidos corporales de ambos se percibían a una cuadra antes de llegar a mi casa.
En su última parición tuvo una sola cría, con mis hijas presenciamos el parto y después las fui a dejar a la escuela, así nació Jipi, una perrita negra, que poco se parece a su madre, sino que es igual, en físico y carácter, a su padre “El Jota”, ese perro engreído que cada vez que me veía me ladraba.
Tiene también Milú una hija adoptiva, de nombre “Blanca” que mis hijas y sus amigos del barrio rescataron de la calle y la hacían dormir en el parque dentro de una maleta vieja, hasta que un día, como era de esperarse las chicas trajeron la maleta a casa y nunca más viajó. Blanca es muy parecida al “Picho”, el perro simpático del que hablé antes.
Con el tiempo Milú se volvió más reposada, le gustaba subir  a mirar por la ventana y le vino unos aires de distinguida dama, a diferencia de sus hijas, unas salvajes que todavía ladran y asustan a la gente por lo que es mejor no sacarlas
Pero Milú es diferente, no tiene necesidad de ladrar para hacerse presente. Una vez me llamaron del  veterinario para que la vaya a retirar, respondí que era imposible porque ella estaba conmigo en casa y, de hecho, la estaba mirando, como de la clínica no me creían e insistían que la fuera a buscar, llamé a  mi perra y le dije “¡Milú!, ¿quién es realmente usted?”, no contestó, me miró fijo, movió la cola, se dio media vuelta y se fue a acostar.
Todas las mañanas desde hace unos cuatro años, mientras escucho las noticias por la radio le doy el desayuno una pastilla envuelta en un trocito de jamón, para evitar sus tiritones; pero antes de eso ya ha subido a mi dormitorio dos o tres veces en la madrugada para que la saque a orinar, si no oigo su ladrido escucharé cuando se resbala y rueda peldaños abajo.
Como es de esperar, con tres perras, casi nadie nos visita en casa, lo cual lejos de amargarme me sirvió para estar más tiempo conmigo, eso sí también optamos por no invitar amigos y evitar preguntarles si tienen alergia  a los perros o les molesta que su ropa quede llena de pelos.
Porque lo que es nosotros estamos acostumbrados, nos acompañan al trabajo, la universidad, el liceo o los encuentro entre pantalones, mouse y teclado.
La he visto crecer, tal como a mis hijas, de la innata rebeldía juvenil de Milú hoy no queda nada, al igual que su amo como que se aburguesó, le cuesta caminar, uno se pasa tropezando con ella, no se escapa aunque la puerta esté abierta de par en par, a lo más llegará hasta el portón y se devolverá, por lo que menos iba a salir a cacerolear cuando el otro día una marcha de vecinos pasó por frente de casa.  
El miércoles Milú no me fue a despertar, me la encontré tirada en el pasillo, dos días después falleció, la fuimos a sepultar el fin de semana al patio de mis suegros en Natales, donde ella disfrutaba tanto persiguiendo a los gatos, tenía 16 años, una canina vida entera a nuestro lado.
Sus amigos del barrio en Punta Arenas, "Perrín", "Pelao" y "Pepo" (un quiltro chico que creo yo es un policía encubierto) aunque  solo la veían cuando se acostaba en la ventana, es de imaginar cómo lo lamentaron.
¡Guau, Guau Milú!, (adiós Milú), en casa me reprochan no haberte llorado, no es por insensible, bien sabes que resulta innecesario, estarás siempre conmigo, como conocías de mi admiración por Monsiváis, no te sorprenderás que cuando llegue mi turno, encuentren en mi interior una bola de pelos.

Comentarios

  1. Hermoso y de un sincero sentir. Te extrañaremos Milú, la burguesa... Ja ja... Con todo cariño tu Veterinaria de principio a fin..

    ResponderEliminar
  2. Hermoso y de un sincero sentir. Te extrañaremos Milú, la burguesa... Ja ja... Con todo cariño tu Veterinaria de principio a fin..

    ResponderEliminar
  3. Mi querido Amigo. Como me he entretenido con tus andanzas gatunas y perrunas. Te imagino compartiendo espacios y paisajes con tus compañeros de camino. Tu lamento se siente y como expresa una canción :" dicen que no tengo duelo llorona porque no me ven llorar pero hay muertos que no hacen ruido y es más grande su penar". ...Un abracito....

    ResponderEliminar

Publicar un comentario