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La importancia de llamarse Allende


Dejando atrás esa frialdad antártica de elite del todo opuesta al estilo comunísimo y la humilde calidez pueblerina de Bachelet, mostrándose casi como una persona desinteresada, la senadora socialista Isabel Allende entrevistada por El Mercurio dijo que le faltó ambición para ser candidata a Presidente de la República, "porque la verdad de las cosas, es que no fui una persona que soñaba con eso, ni lo quería ni era mi ambición, como la fue de mi padre, ser Presidente", confesó. 
De este modo Isabel desterraba en Isabel, lo que ella misma pregonaba hace un par de años, cuando se veía predestinada por derecho hereditario a dirigir el país. 
Por esos tiempos fiel a sí misma, sin inmutarse, no creo que alguien la haya escuchado alguna vez soltar una carcajada cumbianchera, señaló, también en una entrevista a El Mercurio, que la gente en la calle la detenía para decirle que “un Allende debería llegar a La Moneda” y, asumiendo sobrellevar tamaña carga emocional que ello exigía estaba, estoicamente, dispuesta a cumplirlo.
Porque, a diferencia de la lectura sobre su transitar en la política que ahora hace la senadora Allende, lo que le faltó no fue ambición, que la tuvo de sobra casi se podía confundir con la soberbia, sino modestia.
Cuando los políticos hacían gárgaras con el cuento de la  meritocracia, ella, a riesgo de pecar de honestidad, siempre remarcó la importancia de apellidarse Allende, lo que conllevaría imponerse en las urnas por cuestión de linaje, no por nada al nacer le colocaron nombre de reina, su bisabuelo fue serenísimo gran maestro de la masonería y ¡ni qué decir de su progenitor Presidente!
Como en su heráldica familiar resaltaría el escudo de bandas, la posibilidad de llegar a La Moneda estaba, entonces, predeterminada, al igual como el acceso a la educación de calidad, desde la cuna.
Con el inmenso cariño que le prodigó por años a la postura dinástica, que con devoción monacal deberían reverenciar los súbditos electores primero del padrón electoral partidario, luego de la coalición y después de la ciudadanía entera, se vio siempre finalizando la tarea inconclusa de los años que le faltaron a su padre y hacer uno más de yapa. 
Porque gracias a las granjerías oligárquicas de las familias de bien chilena, no por ser envidiosa, sino por ser de izquierda, debe encontrar intolerables que los Alessandri y Frei, en esto de parientes presidentes, le llevaran la delantera.
Algunos magallánicos todavía recuerdan el efímero paso de la entonces diputada Allende por la Región, cuando en su vano intento por ser candidata a senadora ignoró a sus contrincantes al comentar que en el senado iban a estar los Longueira, Allamand y Frei por lo que allí debería estar una Allende; que fue casi como decir que, no porque sean ordinarios, pero el hemiciclo no era lugar para un Muñoz o Bianchi.
Para desgracia de los Soto y Tapia, que por carecer de genealogía gubernamental, meros ciudadanos de a pie, la primera magistratura del país le estaría vedada pero, para consuelo de clase y política inclusiva, podrían aspirar a presidente de curso, del centro de padres y apoderados, una que otra junta de vecinos o presidir la  cámara de los comunes y corrientes.
Fue el maestro de Bolívar, Simón Rodríguez allá por el siglo XIX quien expresó: “Innovamos o erramos” ¿por qué entonces no postular como futuro presidente a un mapuche?, pero, eso sí, para agrado de la senadora, que tenga su buen Küpalme, ojalá de machi y lonko, es que en Chile, desde antaño, nos enseñan que valen más los apellidos que los méritos o ideas de las personas.

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