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El apéndice, mi suegro y yo

Extraño mi apéndice, tanto como a mis muelas que me quedan pocas por lo demás. No sé la razón de mi sentimiento de pérdida, será porque con la sabiduría que da el pasar de los años uno añora el cuerpo de antaño.

Desde que la arrancan y el médico muestra en un frasco la diminuta tripa purulenta, como para probar que en el pabellón realizó su trabajo y no estuvo puro chachareando sobre Juegos de Tronos con el anestesista, la enfermera y arsenalera, uno sabe que ya no hay nada con que tapar ese vacio existencial, a diferencia de lo que sucede con las muelas, porque uno puede colocarse placas fijas o removibles.

Muy a pesar mío, y esto lo digo visceralmente, una apendicitis canalla (ni que ella sea hincha de Rosario Central) me atacó vilmente un lunes del año 2009,  me aguanté el dolor y fui a Urgencia miércoles y jueves, claro que los matasanos de siempre recién le achuntaron con el diagnóstico el viernes, porque los días anteriores era un cólico gastrointestinal con suerito bastaba y pa´ la casa.

Fui internado para ser operado de urgencia, todavía en camilla antes de ingresar a pabellón avisé a mi trabajo para justificar mi ausencia, porque mi jefe de entonces, era un ser desconfiado pensaba que mis dolores de estómago eran falsos con el fin de tener una licencia médica para flojear.  

El doctor que me vio dijo que no sería más que un trabajo de rutina y tras una intervención laparoscopia sólo quedarían tres pequeños tajitos, pero desperté de la operación con cuatro parches en lugar de tres, uno más grande que los otros. Resultó que  como el órgano estaba hiperinflamado el método laparoscópico fue infructuoso y tuvo que recurrir a la manera antigua con un tajo de 8 puntos.

Pero lo peor vendría  después, empezó en  la sala de recuperación la enfermera me retó porque me quejaba demasiado, me sacó en cara que los hombres son cobardes y que no soportarían una cesárea, por suerte llegó el doctor a salvarme y me recetó  morfina.

Hasta ese momento pensaba que una intervención de rutina con dos días hospitalizado me serviría para descansar de los deberes del trabajo y más aún de los de casa, en ningún caso unas mini vacaciones, pero si un par de días alejado de todos en busca de esa paz espiritual que vaya que necesitaba.

Fue todo lo contrario mi esposa me visitó con mis hijas, la menor, que era un pequeño tornado, preguntaba qué funciones cumplían los botones de la cama mientras los apretaba, la cama se movía, subía, bajaba, yo gritaba o sino de un brinco se tiraba sobre mí y me abrazaba, se acostaba a mi lado y le decía a su madre si se podía quedar a dormir conmigo.

Me sentía peor que “El Operado” del sketch del “Jappening con Ja” al que sus amigos visitan para contarle chistes, hacerle bromas o molestarle.

No le avisé a mi madre ni hermana que me operaba, no quería preocuparles, menos a mi madre que como era de alaraca dormiría en una silla del pasillo hasta que me dieran el alta.

Al tercer día regresé a la casa, como mi señora trabajaba por sistema de turnos en el hospital, vino de Natales mi suegra Matilde para cuidar a sus nietas, a duras penas subí las escaleras a mi dormitorio en el segundo piso, las niñas estaban en el colegio, mi esposa con mi suegra irían a Zona Franca y a la farmacia.

Estaba solo tirado en la cama, pasaron unos minutos y sonó el teléfono del primer piso, el del segundo no funcionaba, como soy un tipo urgido pensé que eran de la Isapre para comprobar de que cumplía reposo total en casa, de lo contrario no pagarían la licencia médica, a duras penas bajé los peldaños, cogí el teléfono y cortaban; volvía a subir las escaleras, llegando arriba de nuevo comenzó a sonar el teléfono, aunque temía caer por las escaleras y se abriera la herida, debía bajar, pero, otra vez, no alcancé a llegar a tiempo para atender la llamada. Se repitió tres o cuatro veces más, la frecuencia de las llamadas aumentaban, tanto como mi dolor, hasta que por fin pude llegar a tiempo para atender la llamada, no era la Isapre, sino la inconfundible voz naso gutural de mi suegro que preguntaba “¿Está la Matilde?”, quejumbroso, casi llorando de impotencia, le respondí que no y me cortó.

Cuando lo comenté en casa, mi hija mayor que adora a su abuelo dijo “¡Bah!, si te dolía tanto porque no te quedaste en la clínica”. 

Algo me pasó después de la operación, mi temple cambió empecé a ver la vida de otra manera, incluso hasta pinté la reja del cerco, porque antes  no cambiaba ni una ampolleta. 

Aunque por años dudé si lo de mi suegro no fue adrede y acaso él sabía que me encontraba solo, una tortura cruel porque  nunca quiso a un hombre como yo, viejo, separado y con un hijo, para su hija, si bien siempre lo he dicho, es broma que soy una persona rencorosa, suena muy feo aquello del que me la hace, la paga.

Hace unos años mi suegro fue operado de urgencia en Punta Arenas para extirparle la vesícula, como sus controles postoperatorios serían seguidos su convalecencia la pasaría en casa, a sugerencia de mi esposa para que no suba las escaleras- cosa que nunca pensó cuando yo estuve en las mismas, por cierto- se le haría una cama en el primer piso, en el único lugar disponible, la salita donde tengo mis libros, el computador y el escritorio, mi espacio vital, la pieza que más quiero de mi hogar, donde soy más feliz y donde trato, infructuosamente, una vez por semana animarme para teclear un par de frases.

Pero me quedé callado, entendí que más que sugerencia fue una orden y me ofrecí ir a Zofra Franca para comprar una cama, no de lenga por supuesto, sino de madera china, aunque en mi interior pensaba que con el catre de campaña funcionaba igual.

No tuve más opción que ceder mi espacio, mi suegro se levantaba poco, apenas caminaba, daba pasitos cortitos y se acostaba, sentía cierta  pena verlo así.

Cuando estábamos los dos solos le avisaba que iría al almacén de la esquina a comprar pan, por aquellos días un diablillo se tuvo que haber apoderado de mí, porque cuando volvía a casa me daba cuenta que no podía entrar porque se me olvidaba llevar llave, no me quedaba otra que tocar el timbre, mi suegro se tenía que levantar, sucedió cuatro a cinco veces en un mismo día. 

La ultima vez como es un poco sordo tuve que dejar el dedo pegado en el timbre para que escuchara, antes de abrirme la puerta le oí reclamar ¡Putas al huevón, otra vez se le olvidaron las llaves”. Pero nadie me podría juzgar, en casa me conocen, siempre me critican que soy descuidado y olvidadizo.   

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