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La cazuela

Siempre ejerció en él una extraña fascinación, desde aquellos viernes cuando acompa­ñaba a su madre a la feria esperaba ansioso llegar a calle Barros Arana, pasar frente a la Estación a un costado del e­dificio Marsano fundado en 1920 y coronado con una imponente cúpula como robada al Taj-Majal, para mirar por la puerta entre abierta tratando de guardar en su retina la mayor cantidad de imáge­nes que pudiera atrapar solo con el fin de rememorarlas de vuelta casa. Otros viernes, inclusive, solía quedar petrificado hasta que escuchaba gritar a la madre.
-"Ya pu´e Lucho apúrese que estoy atrasá p’al almuerzo-

Una fuerza misteriosa le atraía a ese local, que hacía crecer en él un irrefrenable deseo infantil de ingresar. Quizás fuera la música que se irradiaba en su interior, el fragante vapor de la comida mezclado con el aroma de feria chacarera y los platos humeando que portaban los garzones despidiendo una fragancia peculiar que lo trasladaba a esas tardes veraniegas cuando viajaba en tren con sus padres al campo de la abuela, allá en Carahue. 

Tal vez era el olor a carbón que emanaba de las máquinas a vapor que en un constante ir y venir inundaban la Estación, anunciando con sus sirenas la llegada del ramal de Valdivia o Carahue mezclado con la música proveniente del local forján­dose en un sólo ritmo con el pitazo ferroviario, al igual como en la descomunal maquina el carbón impulsado hacia las calderas por los robustos brazos de los fogoneros se fraguaba para entregar la energía necesaria y hacer caminar al gigante ferrocarrilero, para el constante bullir del  apogeo comercial y de pasajeros en la frontera cultural temucana.

Fue su letrero el primer silabario, más que el "Lea ", gracias al cual, para sorpresa y orgullo del padre, pudo demostrarle una tarde a caballo en los viriles y analfabetos hombros paternos curtidos con la pala y picota por el trabajo de peón, sus habilidades lectoras.

-Mire papá ahí dice  Bar-Rest-tau-ran-te - Mar-co-Po-lo  y en la ventana con letras blancas dice ca-zue-la-
 -Parece  que ya sabe leer Luchito- respondía sonrojado el viejo.

Por sus buenas calificaciones conscientes sus generosos progenitores del secreto encantamiento que operaba en el chico el local para su cumple­años, juntando chauchas y privándose de los zapatos que tanto necesitaban, le llevaron a comer al Marco Polo. Fue un sábado de diciembre, lo recuerda bien, los tres con la mejor pinta dominguera, como si fuesen a sufragar, traspasaron por primera vez las puertas de metal y vidrio abiertas para ubicarse una mesa situada en una esquina.

Sus pequeños ojos revoloteaban de aquí para allá tratando de colmar todos los espacios del lugar. Los enormes salones celestes con una sutil capa de hollín proveniente de la Estación, las mesas con patas de metal a la que sus pequeños pies golpeaban por no poder, sentado en la silla, alcanzar el suelo; las diferentes caras de la gente: campesinos ma­puches con tez color tierra, obreros de rostros carboníferos y alguno que otro pituco con un vestón de grandes sola­pas que sonreía a una muchacha de una mesa cercana; más allá una tribal familia indígena compartía una jarra de vino.

Una enorme y larga barra de unos siete metros llegaba de pared a pared, tras ella el dueño del local atendía a los clientes acompañado de una señora rubia que entraba y salía de una pieza cubierta de cristales. Sobre el mesón posados tres jarrones transparentes con líquidos de color amarillento y tinto, muy apreciados por los parroquianos que vaciaban sus copas instando al dueño a llenarlas nuevamente; dos enormes frascos verdes contenían cebollas y pepinillos húmedas, a espaldas de estos una gran repisa con hileras de infinidad de licores guardaban las espaldas del mesero. En la parte su­perior de la repisa de licor colgaban, de forma perpendicular, al igual que espadas cinco botellas .

La voz de la camarera pregunta qué se servirán: "una cazuela de lloco", comunica el niño con tono seguro, "tres cazuelas" dice el padre "una bebida y un jarro de vino". Se acercan humeantes los platos con el aroma familiar y se escuchan unos tímidos sones musicales.

El pequeño, absorto como estaba, no escuchó que detrás de una reja de madera, en la mitad del restaurante, se encontraba un espa­cio privilegiado para la orquesta. Un trompetista ciego que apodaban "Garrincha”  afinaba su trom­peta, a su lado un baterista golpeaba sutilmente los platillos: "El Lucho Planeta", comentaba un viejo y un hombre gordo tomaba el micrófo­no mientras de todas las esquinas gritaban -¡Ya Tiburón de la Cum­bia, cántate una!-.

 -A pedido del público can­taremos la ....-

Y se anuncia la sirena del tren y toca la trompeta, retumban platillos, bombos, cubiertos y platos, tacones golpean las baldosas, aplauden las mesas, choca el salud de ­copas. Comienza la fiesta y las niñas al baile y saltan las acampa­nadas minifaldas al son de la cumbia y la voz del Tiburón "Pa´allá y pa´ca´con la Pollera Colorá ". El vapor de la cazuela se mezcla con el polvo del toqueteo de los bailarines, sudan rostros, voltean minifaldas al son de las trompetas y de los alegres tambores bullangueros, se quiebran las coquetas cinturas y se arquean sensualmente melodiosas en un cerrar y abrir las piernas de los hombres, los del mesón calman con vino el calor de sus cuerpos producto del humilde erotismo contorneado de la femineidad popular.

-"Bai­lemos vieja"- dice el padre. El niño dichoso come de a poquito moviéndose al compás de la trompeta, sintiendo el gusto a las papas carahuinas impregnadas del sabor de Temuco y su Barrio Estación.
      
¡Cuántas jornadas pasó en el Marco Polo! ahí dio sus primeros pasos de baile al ritmo de la trompeta garrin­chera, otras veces ebrio y envalentonado robó besos y solapados agarrones o empinó reiteradas veces el codo. Allí tuvo amigos como el Flaco Ricardo que sólo conocía la aspirina y de tanto tomar aprendió  a pronunciar apomorfina. Allí observó salir a más de algún gallito, con cejas sangrantes, por haberse pro­pasado con alguna señorita o de catete por tanto copete. Allí fes­tejó la victoria o ahogó en cazuela de caballo y tintolio la derrota del Green Cross.

Pero las llamas consumieron la morisca cúpula, la Diesel reemplazó a la de vapor y el completo a la cazuela, el ruido de las micros a las sirenas de los ramales y un silencio inunda la reja de madera donde un sitio vacío ocupa el lugar del ciego Garrincha, la batería del Lucho Planeta y la voz ausente del Tiburón de la Cumbia. En la gran vitrina de licor las botellas sucumbieron ante cajas de vino.

Sentado, en el fondo, espía el gran salón desnudo y sombrío, arrumbadas las mesas añoran épocas gloriosas, porque ahora cedió parte a una carnicería equina. Una mesera con delantal azul marino se acerca a tomar el pedido
-Una cazuela de lloco y una jarra de vino- ordena seguro.

Sorbe­tea la cazuela, se coloca un trozo papero en la boca y presiente la trompeta del Garrincha, aspira el perenne olor a carbón y escucha la sirena anunciando la llegada del ramal proveniente de Carahue y la voz de la madre que le dice al oído

-¿Te gustó la cazuela, Luchito?-.

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