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El pesebre de Michelle

Por estos días, como muchos, incluso el  ateo más contumaz, suele escapárseme un lagrimón, quizás imbuido del pacífico espíritu de "Un Cuento de Navidad" de Charles Dickens, cuyas versiones fílmicas, animadas o no, se repiten hasta el cansancio por los canales de televisión abierta, cable o satelital.

Si, he de ser franco, confieso que, no por ser holgazán, pero evito vestir el árbol de navidad ya que siempre trajo para mí cierta tristeza, debe ser que añoro el aroma del Ñirre que inundaba los hogares magallánicos en mi lejana infancia, hasta que Conaf lo declaró especie protegida, prohibió su extracción y como para fortuna nuestra los suelos patagónicos son poco aptos para las forestales no se ven mucho, casi nada, los pino radiata o eucaliptos.

Lo anterior, dejó entonces, abierta la entrada a los inodoros pinos de plástico, precisamente, uno de esos arbolitos falsos era los que, por estas fechas, en su eterna soledad hogareña solía vestir lagrimeando mi natalina madre al estar sus hijos lejos de casa, con chiches, varios de ellos artesanales creados por mi tía Berta y que, a la partida de mamá, con mi hermana nos repartimos equitativamente.

La tradicional ternura navideña me impide comprender los argumentos de quienes se opusieron hace unos años a la instalación de un pesebre en el  Palacio de La Moneda por ser muy costoso para las arcas fiscales, trato de calcular cuánto debe costar la Secoya de navidad de la Casa Blanca, porque en La Moncloa no creo que hagan uno por culpa de la crisis económica.

Recuerdo que tiempo atrás el, por entonces, alcalde de Natales tuvo la genial idea de hacer frente a la plaza pública, al lado de la municipalidad y de la iglesia, un pesebre viviente con caballos, ovejas, José, María, Niño Dios y Reyes Magos de carne y hueso, fue una performance artística mejor de las que hacía ese mítico colectivo trasgresor: “Las Yeguas del Apocalipsis”, como no hay  tanto calor en Natales los personajes y los animales no corrían riesgo de insolación. 

Los natalinos estaban dichosos y nadie reclamó, más aún si estando próximo el solsticio de verano oscurecía a eso de las 23:45 horas y los actores regresaban a sus hogares a cultivar esa tradición peronista trasandina de festejar los días antes, durante y después de navidad más que con cola de mono, con  sidra argentina "Real"  y Pan de Pascua traído de Río Turbio.

Pero, tal cual ocurre en nuestras moradas, nunca todos los monitos del pesebre sobreviven hasta nochebuena ya sea porque un niño los quebró, la mascota de casa se comió a Melchor o el insensible de siempre llegó pasado de copas por el festejo en la pega,  tropezó, pisó e hizo trizas el hogareño retablo navideño.

El pesebre viviente natalino no sería la excepción y a la mañana del 24 de diciembre si bien llegaron José y María con el niñito Jesús, luego Baltasar y Melchor, un poco más atrasado Gaspar, estaban el caballo y la vaca pero faltaban las ovejas es que alguien, nunca se supo quién, se las había carneado porque se encontraron no muy lejos los cueros, valga reconocer sí que por esto de la hidatidosis los malhechores tuvieron la precaución de enterrar las vísceras.

Al agudo olfato policial le fue imposible seguir la pista para ubicar a los culpables porque es tradición magallánica celebrar Navidad y Año Nuevo con un asado y el olor a corderito al palo inunda la ciudad.

Por tal razón,  debió prevenirse a la Presidenta que por el elevado avalúo del pesebre de La Moneda, más de 15 millones de pesos, como los patos malos no tienen descaro y roban hasta a su Tía Rica, era más conveniente instalarlo, al igual como en su momento se hizo con los cajeros automáticos,  en la Comisaría más cercana, así cuando las personas ingresaran a sacar plata del cajero para comprar los regalos podrían darle una cariñosa mirada. 


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