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El juez que quería ser justo

En una ciudad al sur del mundo vivía un juez para quien la ley le impedía ser justo. Cierta vez llevaron ante su presencia a un joven que por tercera vez había sido detenido por robar autos y chocarlos, práctica delictual que se había vuelto frecuente en la localidad y que algunos sicólogos atribuían a un síndrome James Dean que estaba afectando a los jóvenes, por eso de ir contra las normas y arriesgar la vida al volante, pero de un volante ajeno en estos casos.
El juez durante la audiencia escuchó atento las alegaciones del fiscal y el defensor, mientras el persecutor pedía se le aplique la internación provisoria al menor, el defensor alegaba que la ley no contemplaba aplicar la medida cautelar más gravosa para este tipo de hechos.
El magistrado, honrando eso que llaman la imparcialidad del cargo, señaló que si bien como ciudadano estaría de acuerdo en enviar a prisión al joven, como juez le estaba vedado, la ley no se lo permitía y dejó, entonces, en libertad al muchacho.
Lo anterior sonó extraño a los oídos del vulgo, que estaba cansado de las fechorías de los púberes villanos. Es que como los citadinos solían ver, diariamente, al juez caminar por calles, plazas y parques e interactuar con ellos como uno más de la urbe, no entendían esa dicotomía entre ciudadano y sentenciador.
No faltó quien dijo que era un juez amordazado, lo que era falso porque en la argumentación de su fallo habló y harto. Otros aventuraron que la ley lo tenía amarrado e, incluso, hubo quienes dijeron que previendo que el joven cometiera un nuevo delito él, como Pilatos, se estaba lavando las manos.
En la soledad de su oficina, el magistrado se aprestó a cavilar su resolución, pero se dio cuenta que se estaba descargando hacía falta, entonces, conectarse. Es que el juez si bien era un robot, al que en su tarjeta de memoria interna habían grabado una serie de códigos binarios y penales, añoraba ser humano porque entendía que lo justo es propio de la humanidad, más no de las máquinas.

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