Soy de esos tipos en constante
lucha con su chata cotidianidad, de los que andan pensando que un acontecimiento
extraordinario le sucederá, quizás, inconscientemente, desee vivir el
Apocalipsis, pero no sobrevivirlo; ser partícipe en la Ruta 9 de Punta Arenas a
Natales de un avistamiento ovni, pero con el miedo que le tengo a los aviones
no me gustaría para nada ser abducido.
Así voy, como Tilusa: “Caminando por la corteza terrestre”,
esperando que ocurra “algo”, alimentando una ilusión que,
como es lógico, hace más dolorosa la ordinaria frustración. Tal vez si fue mi
madre, una profesora normalista jubilada, quien me enseñó a cultivar la quimera,
ella falleció convencida de que un día el Estado pagaría la deuda histórica
que, a esa altura, era ya prehistórica.
Como busco participar del asombro y de las frustraciones
soy resiliente, algún día lograré comprender fallos judiciales extraños o, al
menos, imperará la justicia mediática y popular; o a lo mejor Madonna querrá conocerme; o un editor me enviará un email
para publicar un libro; o el DT de Chile me llamará a la selección porque,
aunque no lo crean, si bien no sirvo para driblar, menos para quitar, no le
pego fuerte al balón, no soy bueno para trancar, de alto me ganan todos y de
correr me pasan trotando, al menos cuando me llega el balón a los pies busco
pronto desligarme de la redonda porque sé bien que para Menotti: “En el futbol la pelota no se lleva,
se pasa”.
Para no aparecer como
incomunicativo acepté acompañar a mi familia a visitar el Parque Nacional Pali
Aike distante a 196 kilómetros al
noreste de Punta Arenas, en un desvío de la ruta internacional a Monte Aymond
ello, no obstante, hacía dos semanas me habían convencido, so pena de no hablarme
en meses, a una caminata de tres horas y medio por la Reserva Natural
Magallanes que me dejó casi con los tendones del tobillo en la mano.
Pero esta vez el destino era Pali Aike y una
caminata de “sólo 4 horas”, al llegar
a la caseta de Conaf en la entrada del Parque, mientras recibíamos
informaciones del guardaparque mi mujer se apiadó de mí y le señaló que sólo
haríamos dos de los cuatros puntos de trekking estos eran la Cueva Aoniken y el
cráter La Morada del Diablo, uno de 20 minutos y el otro de una hora y media de
caminata aproximadamente lo cual, debo confesar, fue un alivio para mis
tendones.
Ya más tranquilo, me dediqué a observar el
pequeño museo de Conaf, en especial una vitrina con utensilios de la cultura
Aoniken encontrados en el parque, en su mayoría puntas de lanza, flechas,
boleadoras y raspadores todos de piedra, además de huesos de la fauna que
deambulaba antiguamente por estos parajes milodones, chingues, zorros y pumas,
entre otros.
Lo que más llamó mi atención, tanto que solicité
al funcionario me explicara qué era fue “el
artefacto”, como el guardaparque lo llamó, que parecía ser parte de
una hebilla, prendedor, collar u otro tipo de joya, muy diferente al resto de
los utensilios al lado de los cuales se encontraba por cuanto no era rústico
sino más bien elaborado y con detalles que hacían pensar que habían participado
otras herramientas en su fabricación, además no se veía de piedra sino de
metal, plata o bronce y tenía un color verde plomizo por el paso del tiempo, similar
a un antiguo amuleto.
El minúsculo artilugio, en ningún caso podría
ser de la cultura Aoniken, porque ésta era del paleolítico, según el
guardaparque provenía de la cultura mapuche y había llegado hasta allí producto
del trueque entre los Aoniken con sus primos los tehuelches del lado argentino,
procedencia que si bien era convincente, no dejó de intrigarme.
Al visitar la Cueva Aoniken por ese inútil
gusto de fantasear, elegante palabra para decir que me paso puras películas,
imaginé que manos mapuche en Lumaco habían fabricado la joya y que su valor de
uso se lo había dado una machi, quien en tiempos de hambruna había subido a la
Cordillera a intercambiarla por piñones
a los pehuenches, manteniéndose luego su valor de trueque entre
pehuenches con puelches y éstos con tehuelches quienes lo intercambiaron por
pieles de guanaco y huevos de ñandú a los Aoniken de Pali Aike, uno de los
cuales se lo habría regalado a las
pequeñas manos de una niña quien solía juguetear al fondo de la cueva con el
trasto y lo enterraba para que no se lo quitaran, adquiriendo para ese infante
un valor simbólico tal, que se mantuvo hasta el exterminio indígena.
Me quedó la duda si, por su forma, no fuera mapuche, sino parte de una armadura vikinga y pudiera ser que los
nórdicos surcaran antes que Hernando de Magallanes el Estrecho tomando
contacto con los Aoniken, siendo el artefacto el único vestigio de aquello.
Pero fue cuando llegamos a la Morada del
Diablo -nunca he entendido ese gusto por lo toponímico demoniaco magallánico ya
que cerca de Natales está también la Silla
del Diablo- en medio de las impresionantes, tétricas y abismantes placas
volcánicas, similar a suelo lunar, rogando que no se me apareciera un puma, ni
menos el Cornutti que pensé si el artefacto no podría ser acaso parte de una
nave espacial, una vestimenta selenita o del cinturón del mismo demonio.
De vuelta del lugar donde mora Belcebú, si
vive en algún parte del mundo de seguro es allí, quise pasar a tomar una foto
al artefacto, para mala suerte se me habían agotado las pilas de la cámara,
pero mi buena fortuna parecía acompañarme porque estaba cerrado y colgaba un
cartel de “Guardaparque en terreno”, ya no sería entonces culpa mía y estaría
demás la reprimenda familiar porque no
andaba con otro juego de pilas cuando en casa había tantos, que me
acompañaría durante todo el trayecto.
Luego de abandonar el "lugar desolado", tal es
el significado de Pali Aike, enfilamos
hasta la frontera nos quedaba más cerca pernoctar en Río Gallegos, Argentina y
regresar al otro día a Punta Arenas. Luego de una espera de dos horas para
cruzar, es que así como el artefacto se había mantenido por siglos, en plena
era digital perdura esa maniática y burocrática costumbre aduanera de timbrar y
timbrar papeles, logramos al fin traspasar la frontera y llegar a Río
Gallegos.
De regreso a Punta Arenas, Yislén me comenta
que se le extravió un aro, le dije que no se lamentara que en miles de millones
de años más visitantes de otras galaxias lo encontrarían en Pali Aike y
tendrían la misma interrogante que me había hecho respecto del artefacto, pero como que no me creyó mucho es que para ella, al igual que lo debe haber sido
para la primera propietaria del artefacto, tenía un incalculable valor de uso, le
quedaban bonitos y no lo digo porque se los hubiera regalado yo, tengo
entendido que le costaron como cuatro mil pesos y eso de regalos caros no va
conmigo.
Al anochecer la cosa se puso más complicada
pues se percató que también se le había caído el celular a lo mejor en una de las
grietas de La Morada del Diablo, comprenderán que no pegué pestaña en toda la
noche esperando que algo ocurriera, el teléfono móvil tenia grabado mi número y
si lo recogía Satanás es capaz de llamarme y aunque quiera mucho a Yislén no
podría ofrecerle un trueque de mi alma por el celular, porque el Diablo no
compra lo que tiene ganado gratis y con creces.
El martes en la mañana recibí un email, no
había que preocuparse porque el teléfono se nos quedó en el Hotel, era cosa de
ir a Río Gallegos a recuperarlo y el pretexto perfecto para volver a Pali Aike
a fotografiar el artefacto eso sí, esta
vez, llevaría una caja repleta de pilas.
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