Ir al contenido principal

Afectos de vagón

Una de las cosas entretenidas de viajar a Santiago es sentarse a ver pasar los vagones del Metro, pero de que un viaje en uno de estos iba a cambiar mi vida familiar nunca lo hubiera creído, ni aunque me lo hubiesen leído al tirarme las cartas del tarot.

Este verano estuve con mi familia unos días en Santiago sufriendo del calor y viajando en Metro que para mis hijas, en especial Julieta, la mayor, debe ejercer una extraña fascinación, casi su objeto inanimado amigable preferido, tanto o más que su smartphone, aclaro eso sí que sólo lo conoce en verano y nunca en el periodo de mayor atochamiento post Transantiago, mejor para ella porque sería frustrante, peor que desilusión amorosa. 

Es que al igual que para muchos magallánicos el Metro le resulta extraordinario, y no sólo porque permita desplazarnos por esa metrópoli que la  imaginábamos cuadrada como tablero de Gran Capital con casas cartón y edificios de plástico.

Pero a mí, que por muchos busqué consciente o no ser subterráneo, casi subterráqueo, si bien me resulta atractivo no es algo que me apasione será porque no sé andar en Metro llego siempre tarde a los cierres de puerta, cuando el tren entra en movimiento nunca alcanzo a sujetarme de las barandas y pierdo fácilmente el equilibrio, si tengo la mala ocurrencia de llevar una botella de agua abierta para capear el calor, pierdo plata, porque con las frenadas no  alcanzo a beberla suelo salpicar a los pasajeros y deshacerme en vergonzosas disculpas; además confundo los cambios de andén con las salidas de estación y nunca tengo claro donde debo posar la tarjeta bip. 

Hace un par de años en un viaje que efectué por trabajo a Santiago iba a Estación República me quedé dormido, terminé en Las Rejas, culpa de la fluoxetina, que los cuicos le dicen Prozac, placebo para la depresión.

Julieta, en cambio, con su adolescencia a cuestas, este verano parecía disfrutar más que nunca cada instante del viaje en el vagón cosmopolita que nos trasladaba desde la estación Mirador a La Moneda y sonreía a una clandestina banda cumbianchera que subió. El cadencioso ritmo chilombiano, que por fin está de moda y ya nadie se avergüenza de escucharlo, interrumpía la comunicación silente pero gestual del watsap y del Facebook que, para sanidad de nuestros oídos, superó al ruidoso e infernal ritual acústico hispanocelular noventero.

Como acudió a donar unas monedas a los músicos la busqué entre los pasajeros, pero ella se escondía, sonreía y  fue a sentarse a mi lado, después de muchos años colocó su cabeza en mi hombro y me dejó, incluso, acariciarla. Mi señora con mi hija menor sentadas enfrente rieron y sacaron una foto para inmortalizar el magno evento, es que hacia años que con Julieta estábamos distantes ¡vaya uno a saber el porqué! la Edad del Pavo quiero creer.

Al bajar en nuestra estación de destino por estar anotando ideas sueltas en mi libreta de apuntes extravié a mi familia, pero era porque se habían ocultado, me sorprendieron y bromearon.

Durante el viaje de regreso íbamos  parados y yo chisteando, Julieta sonreía y no reprochó como acostumbraba la fomedad de mi humor, la acariciaba y recibí de vuelta un beso en la mejilla, estaba extasiado, pensaba que tal vez era cierto aquello de que debía manifestar más mis emociones como me habían recomendado y fue, entonces, que me juré que de ese día en adelante  el viaje en vagón sería mi Metroterapia o, mejor aún, mi amuleto.
Pero la dicha duraría poco, pronto acabarían las vacaciones regresaríamos a Punta Arenas y no sabía si las cosas funcionarían igual en las micros Movigas, los colectivos que circulan a gas o cuando fuera a dejarla a clases en auto, quizás debería intentarlo caminando o esperar hasta el próximo verano, después de todo las estaciones pasan rápido, como si viajáramos en Metro. 

Comentarios