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Mi abuela tomaba el té con Allende

Nevó en septiembre, sentenció Etelbina Alderete Low, sincronizando a las 15:55 horas su reloj pulsera de plata con el del campanario del Santuario María Auxiliadora, girando a la izquierda enfiló por el costado derecho de Avenida Bulnes, dejándose acariciar por la agradable brisa que se escurría entre el follaje de los centenarios chopos negros y blancos del angosto parque, detuvo su marcha en la garita de taxis del cementerio municipal Sara Braun en los precisos instantes que le pareció escuchar las campanadas de las cuatro en punto. Espero cinco, diez, quince, treinta minutos.
-¿Desea un taxi señora?-
Intuía que no vendrían,  tal cual habría presentido desde Santiago treinta y tres años atrás, que el 15 de septiembre de ese año nevaría en Magallanes y tozuda como era no permitió que le prohibieran salir; más aún si en su familia estaban al tanto que para ella no habían razones que le impidieran dejar de acudir al compromiso iniciado cuatro años antes allá por el 69, cuando en medio de la campaña conoció una tarde en casa de su vecino Alvarado, contigua a la seccional del partido, en el Barrio Prat de Punta Arenas, al Chicho Allende con quien vaya a saber porqué extraños designios sintió una cercanía familiar, por lo que no se asombró cuando el entonces candidato se esmeró en prometer públicamente que en caso de que ella viajara a Santiago no dudara en visitarlo y si era elegido Presidente, él mismo le haría un tur por el Palacio de La Moneda.
Etelbina,  quien no se achicaba ante nada -quizás por esa sangre chilota en que confluían una vertiente paterna que se perdía en un marinero asturiano que entró a Nápoles con la Real Armada y un linaje materno ensartado en Chiloé por el espolón de un ballenero inglés cuyos ancestros fueron corsarios en la nave de Sir Francis Drake-  ansiaba comprobar  personalmente si al que presagiaba como Presidente, respetaba la palabra empeñada y aquella promesa no era sólo una triquiñuela electoralista en la que caían los incautos.
La oportunidad para verificarlo no tardaría en llegar, por lo que Etelbina respondió afirmativamente cuando su hijo Carlos Fernando le preguntó si se iría a vivir con él a Santiago, ya que le ofrecían trabajo en la firma Olivetti, en su calidad de técnico en maquinas de escribir, con un sueldo que les permitiría vivir si bien no con lujos, de manera cómoda y decente. Pero lo que Carlos Fernando no dijo a su madre fue que más que limpiar, aceitar y verificar el correcto repiquetear del abecedario de teclas en una empresa de prestigio su estadía en la capital le permitiría desarrollar una militante pasión clandestina: la armería.
Instalada en Santiago, en una casa cedida por su hermana, ubicada muy cerca de la Avenida Tomás Moro, Etelbina, que de incauta tenía muy poco, pero de incrédula mucho, elaboró en secreto su travieso plan, acudiría hasta el palacio presidencial y sin siquiera molestarse en solicitar audiencia exigiría ser anunciada en el acto al Presidente.
Se bajó de la micro y caminó hasta doblar en la intersección de Alameda con Morandé, donde le asaltó el presentimiento de que se lo encontraría y aunque a Etelbina las premoniciones nunca le fallaban no evitaron que se ruborizara cuando el primer mandatario, al verla venir chancleteando, cruzara la calle a su encuentro gritándole “¡Etelbina!, ¡Etelbina!, ¿qué hace usted por aquí?” y tomándola del brazo la introdujera a La Moneda por la puerta de Morandé 80, pero mayor fue su sorpresa, cuando al saber que vivían relativamente cerca le dijera:
-Pero Etelbina, ya está hecho, usted me acompañará a mi casa de Tomás Moro a tomar el té el quince de este mes-.
       Y fue así como lo que nació siendo una suspicaz jugarreta se convirtió luego en ritual protagonizado todos los quince de mes, asistiendo Etelbina, puntualmente a las cuatro de la tarde,  a golpear las puertas de la residencia presidencial de Tomás Moro, para intriga de los miembros del GAP.
-¿Cómo está Etelbina?, siempre tan puntual usted, así nunca se nos enfriará el  té.
-¡Gracias su excelencia!-
¿De qué más conversaban? Etelbina nunca a nadie se lo ha dicho, pero no porque no recordara, ya que ciertos olvidos que empezaban a surgir traviesos en su mente no se asomaban al finalizar la primera quincena de cada mes, menos aún a la hora del té.

Su hermana Estela y Carlos sabían que era inútil encerrarla, en cualquier descuido se les escabulliría.
-Nevará en septiembre en Punta Arenas-, la escucharon decir, instantes después salieron tras su búsqueda viéndola doblar la esquina hacia la Avenida Tomás Moro.
Miró su reloj, aún estaba a tiempo, encontró que obreros de cascos y uniformes grises trabajaban en el mural de azulejo con el escudo patrio de la entrada que a ella tanto le gustaba -deben están remodelándolo- pensó, los saludó con esa cortesía de quien está segura de que la conocen o al menos la ubicaban, pero éstos no les respondieron,
-¡Qué mal educados!- murmuró. - No me dieron ni los días ni las tardes- y por más que insistió en que la estaban esperando, le fue imposible pasar.
-¡Váyase vieja upelienta de mierda!, ¡déjese de güeviar!, o ¿quiere que la caguemos?-
-Oiga usted, ¿acaso sus padres nunca les enseñaron como tratar a la gente?-   Un culatazo en su sien izquierda que la tumbó en el suelo fue la respuesta.
Se despertó vagando al anochecer, alarmantes sirenas, rugir de camiones militares, aviones que circundaban a baja altura y el sonido de ráfagas constantes enturbiaban su mente. No supo cómo regresó a casa sólo se limitó a asentir con la cabeza cuando su hijo le dijo:
-Debemos irnos mamá, me van a venir a buscar, aún es tiempo, acabo de llamar a Pedro nos compró  los pasajes, en tres días debemos estar en Punta Arenas, de ahí me voy a Gallegos. Si quieres me acompañas…, la cosa se me puso fea-.

-Nevará en septiembre voy y vuelvo-, nos dijo la abuela, como no regresaba fui a buscarla, sospechaba donde podía estar. A la distancia se ve más encorvada que de costumbre, recuerdo cuando la acompañaba a pagarse el montepío y me invitaba a tomar helado al Lucerna, me cuesta reconocer que la extrañé cuando se fue a vivir a Gallegos junto al Tío Carlos después que éste volvió de Dawson y aunque siempre me prometo que trataré de pasar más tiempo con ella cuando viene en septiembre a Punta Arenas, pocas veces lo cumplo, quizás esta vez será la excepción.
       
Dicen que heredé de ella su escepticismo por eso dudé que se haya atrevido a hacerlo, si fue sólo una broma más de los de la mesa del Lomit´s, quienes la invitaron a tomar el té ayer por la tarde, muchos de ellos se crecieron con el tío Carlos en el barrio y varios fueron sus compañeros de celda en el Pudeto o en las barracas de Isla Dawson, quizás por eso se quedaron callados cuando la Etelbina les reprochó esa nostalgia derrotista que les recorre a todos en septiembre y les recalcó que ella ni en sueños viajaría invitada por la Armada a Dawson o que no comprendía ¿cómo cambian los símbolos del partido por prendas de ropa? con argumentos que sólo ella entiende.
-¿Dónde se ha visto? ¡Mire que regalarle a la hija de un ministro de Allende los guantes con que su padre realizó trabajos forzados en Dawson! O lo otro, eso de creer que la parka encontrada cuando abrieron el Palacio de la Risa fuera justamente la del desaparecido Silvio ¡Si pareciera que hoy más que banderas partidarias ustedes prefieren fetiches!
 Sí, mi abuela es así, irreductible, cómo ella misma, nunca beberá las aguas del Leteo y aunque sé que la respetan no me gustó que el Chueco Cárdenas, envalentonado por sus recriminaciones, lanzara l tallita a modo de desafío a la mesa.
- ¿Y por qué no vamos mañana en la tarde a  funar al cochero de  la muerte, que ahora trabaja de taxista frente al cementerio?, ése era el guevón que conducía el camión de los milicos que nos acarreaba a la tortura del Palacio de la Risa-.
 -Yo voy- les dijo Etelbina- y le daré a ese momio dos bofetadas una por mí y otra por mi hijo, que en paz descanse,  mañana es 15 y los espero frente a la garita de taxis a las cuatro de la tarde-.

 -¡No vinieron Moncho!, creo que es mejor que vuelva a Río Gallegos, a propósito ¿te conté que me fue  a ver Kirchner?-.
 -¿Kirchner, abuela?-. 
-Si Kirchner, Lupín, el Presidente de la Nación, fuimos vecinos en Gallegos, me prometió que de salir elegido cuando volviera a Santa Cruz me visitaría, pero abrígate más chico que comenzó a nevar-.
Tiene razón la Etelbina, es septiembre y nieva igual que hace treinta y tres años ¿la verdad? no sé si creerle lo de Kirchner, porque me han advertido que está divagando, pareciera ser que es cierto ya que me llamó Moncho cuando mi nombre es Mario.

-Señor Presidente de la Nación, muy grata su visita que cortesía de su parte-.
-¡Cómo no iba a hacerlo Etelbina!, un Presidente siempre debe cumplir su palabra-

A María y Carlos…

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