Un padre y su pequeño hijo
regresaban a casa luego de ver el “Chapuzón del Estrecho”, esa helada diversión
de pasión colectiva que, en un día invernal, reúne cada año a más personas en
la Costanera de Punta Arenas para tirarse en patota al Estrecho de Magallanes.
El hijo, encantado por lo que
acababa de presenciar, creyendo que algún día él sería uno de aquellos, justificaba
a su padre la valentía de los osados bañistas con que: “¡Hay que gozar la vida!”.
A lo que el padre, malhumorado y
arropado hasta la cabeza, le entrega a su retoño una lección de vida que jamás olvidará:
“¡Qué gozar la vida, ni que ocho cuartos, hay que romperse el lomo diariamente
para ganar unos cuántos pesos!”
El niño, mudo y avergonzado por
la expresión de júbilo irracional que había expresado, comprendió de golpe y
porrazo el agobiante futuro que la vida, por cuestión de cuna, le tenía
deparada; tomó, entonces, la obrera y encallecida mano paterna, la apretó con
cariño y pensó que tal vez no sería tan malo, después de todo cuando sea grande
no necesitaría tirarse al Chapuzón del Estrecho para tener la espalda mojada, a
lo mejor con sumergir las patitas bastaría.
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